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10 julio 2012
EL INTRUSISMO EN LA FUNCIÓN PÚBLICA (IDEAL, 12/7/2013)
Por José Antonio Flores Vera
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11 mayo 2012
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13 diciembre 2011
SUPRESIÓN DE LAS DIPUTACIONES (IDEAL 13/12/2011)
En la mañana de hoy -13 de diciembre- Ideal ha publicado un artículo por mí firmado en el que llevaba trabajando algunos días. Advierto que tiene un perfil técnico, pero es muy leible por lo que os invito a leerlo si no lo habéis hecho ya -residentes en Granada y provincia, básicamente- en papel.
SUPRESIÓN DE LAS DIPUTACIONES
Dentro del debate de la austeridad en torno al gasto público, la política de gestos ya debería de estar superada y han de ser las acciones las que conformen la agenda política, por lo que sería un buen momento para acometer una reforma política y administrativa que conllevara la supresión de las Diputaciones Provinciales y de camino llevar a cabo una revisión en profundidad de la Administración Local dotándola de más competencias.
Siempre me ha parecido un contrasentido eso del gobierno de las provincias, que es algo tan inmaterial como innecesario. De hecho, no se trata de un gobierno que directamente surja de las urnas, como ocurre en el caso del gobierno de los municipios, sino que se trata más bien de una especie de componenda representativa basada en los resultados electorales surgidos de las elecciones municipales. Es más, ni tan siquiera goza de representantes exclusivos sino que se nutre de los elegidos para asumir el gobierno de los municipios que conforman la provincia, es decir, alcaldes y concejales, cayendo en la duplicidad de cargos.
Al margen de valoraciones políticas electoralistas, estoy convencido que las provincias soportarían muy bien la eliminación de su órgano de gobierno sin que por ello se produzca ningún caos político o administrativo ya que las funciones de las diputaciones u otros órganos provinciales similares –caso de los territorios insulares, País Vasco y Navarra- pueden ser perfectamente asumidas por las distintas administraciones autónomas como ocurre en el caso de las comunidades autónomas uniprovinciales. Se da la circunstancia que muchas de éstas gestionan un presupuesto y una población mayor que otras comunidades pluriprovinciales y la ausencia de diputación provincial no menoscaba en absoluto la asistencia y cooperación municipal, más bien al contrario: hay mejor coordinación y menor gasto burocrático.
En el caso de Andalucía, se perdió la oportunidad de dotar a las Diputaciones Provinciales andaluzas de mayor contenido encomendándole la articulación de la gestión ordinaria de los servicios propios periféricos de la Comunidad Autónoma tal y como indicaba el artículo 4.4 del ya derogado Estatuto de Autonomía de 1981. Sin embargo, ese postulado legal jamás llegó a desarrollarse porque la Administración autonómica optó por dotarse de su propia red administrativa periférica a través de las Delegaciones Provinciales de las distintas Consejerías, al tiempo que las diputaciones fueron tejiendo ese leviatán administrativo tan costoso y absurdo en que se han convertido, cargado de un inasumible presupuesto y una plantilla sobredimensionada y de acceso irregular en la mayoría de los casos, al tiempo que en una solución rápida para esa ingente cifra de asesores y personal de confianza –personal eventual- de que gozan los partidos políticos con representación provincial.
En mi opinión, todo ese aparato administrativo y político de las diputaciones no justifica las funciones que tienen encomendadas, basadas principalmente en la asistencia y en la cooperación municipal –principalmente a los municipios más pequeños-. Además, se da la circunstancia que los fondos para esa asistencia y cooperación municipal derivan en gran parte del presupuesto autonómico, argumento éste que justifica aún más la gestión de los mismos por parte de la propia administración autonómica.
En similar sentido, en los últimos años están surgiendo nuevos órganos de gestión como son, entre otros, el caso de los consorcios, las mancomunidades o las áreas metropolitanas en el ámbito supramunicipal y en el inframunicipal, las entidades locales autónomas y las entidades vecinales. Todos estos nuevos órganos serán útiles para favorecer el hipotético déficit de gestión en que incurrirían las diputaciones si se suprimieran, con la debida coordinación por parte de las respectivas administraciones autonómicas y locales.
Lógicamente, esa supresión de las diputaciones conllevará problemas añadidos, siendo el más importante el de personal, si bien, una correcta gestión de los recursos humanos determinará que las diputaciones son los organismos públicos con más personal eventual y contratado y, por tanto, prescindible. Por el contrario, el personal funcionario o laboral fijo podría seguir cumpliendo sus funciones tanto en los distintos órganos municipales, supramunicipales o inframunicipales e, incluso, en la administración autonómica periférica. Todo es cuestión de voluntad política.
18 octubre 2011
ARTÍCULO IDEAL (17/10/2011)
Este artículo que publiqué ayer lunes en el periódico Ideal podría sonar como un ataque incontrolado de imaginación, pero no, es totalmente real y lo pude comprobar, cuando pasaba por la calle....,pero bueno, mejor será leerlo si no lo habéis hecho en la edición escrita -en el caso de residir en Granada o provincia-. Os garantizo que con independencia de la calidad que tenga el artículo o no -sobre esto habrá diversas opiniones y seguramente todas razonables-, se trata de algo original. A ver qué os parece.
PERSONA PASEANDO CON MASCOTA
Hace unos días una persona paseaba tranquilamente por la calle Alhamar con su mascota a la que llevaba sujeta por una correa. En principio esa escena nada aporta de tan habitual y cotidiana; de hecho, a los demás viandantes, que se movían raudos hacia sus tareas o compras en esa céntrica y ajetreada calle de Granada, nada les llamaba la atención y ninguno reparaba en esa escena tan común en las calles y plazas de cualquier ciudad. Pero yo sí reparé en ella porque la mascota que sujetaba esa persona no era un perro y ni tan siquiera un gato -animal poco proclive para ser paseado en plena calle, dicho sea de paso-. Se trataba de un mapache, que es lo que deduje un poco más tarde consultando Internet porque en ese momento tan sólo alcancé a comprender que se trataba de un animal salvaje que solía salir con frecuencia en los documentales de la 2.
Y aunque extraño, quizá lo fuera más comprobar cómo ninguna de las decenas de personas que pasaban a escasos centímetros de esa peculiar mascota y de su dueño reparaban en el animal, probablemente, tan acostumbradas a esa escena cotidiana de persona paseando con mascota o, probablemente, tan ensimismadas en los quehaceres cotidianos o preocupaciones varias. De hecho, la persona que llevaba el mapache hizo todo lo posible para que los demás repararan en su peculiar acompañante, a mitad de camino entre perro y no se sabe qué tipo de pequeño animal salvaje. Y, decía, que el dueño hizo lo posible para que observaran a su mascota porque posaba –más que estaba- en un cruce de esquinas bien visible, estando el día en su plenitud de luz y siendo la hora una de las de más tránsito. Pero aún así, observé que excepto yo ningún viandante desvió la mirada hacia esa peculiar escena porque seguramente sus mentes les transmitía una imagen habitual, es decir, nada que pudiera considerarse extraordinario.
Pero sí lo era, aunque no llego a tener claro si es más extraordinario el hecho de poseer –y pasear- este tipo de mascota o la ceguera que todos mostramos ante hechos extraordinarios de tan acostumbrados como estamos a fijar en nuestra retina las cosas ordinarias que pululan a nuestro alrededor.
Normalmente circulamos por la vida con unas imágenes preestablecidas, confiriendo más importancia a la forma que al fondo. Si, por ejemplo, la persona que llevaba la mascota paseara un perro vulgar pintado de verde o vestido de torero, la mayoría de la gente hubiera reparado en su presencia y, muy pocos, -tal vez los más despistados o ensimismados- no hubieran reparado en esa estampa. Es más, con toda seguridad se hubieran formado corrillos y surgido comentarios jocosos. Pero resulta que el mapache -que a mi entender no está en la categoría de los animales domésticos- provisto de un tupido pelaje grisáceo se confundía perfectamente con el paisaje urbano y por su tamaño y forma de andar en casi nada se diferenciaba del típico can pequeño de raza caprichosamente cuidado por su dueño. Es más, en mi larga observación comprobé cómo el animal en una posición muy canina, sentado sobre su cola levantaba sus patas delanteras, como si de un perro se tratara, para llamar la atención de su orgulloso dueño, probablemente frustrado ya al comprobar que sólo yo había reparado en su peculiar mascota, aunque disimulé para no mostrarle mi extrañeza ya que en asuntos de mascotas nada aún parece definido. Como casi nada en nuestro extraño existir.
27 agosto 2011
Y ESTO, ¿QUIÉN LO PAGA? (IDEAL 26/8/2011)
"EL ELECTOR LO QUE HACE ES FIRMAR UN CHEQUE EN BLANCO A UN DESCONOCIDO, QUE EN MUCHAS OCASIONES CAMINA OSADO HACIA EL PRECIPICIO EN EL QUE NOS DESPEÑA A TODOS"
Con esa frase lanza IDEAL mi artículo en la edición del viernes, 26 de agosto. Siempre me parece oportuno insertar aquí mis artículos porque muchos lectores del blog no han tenido o no tienen acceso a las páginas de Ideal.
Y ESTO ¿QUIÉN LO PAGA?
Afirman que cuando el escritor catalán Josep Pla llegó Nueva York y vio la ciudad de los rascacielos en la noche, luminosa y encendida, preguntó socarrón: ¿y esto, quién lo paga? Sin saberlo el peculiar autor de "El cuaderno gris" estaba poniendo el dedo en la llaga sobre el interrogante que ahora, muchos lustros después, nos estamos haciendo los ciudadanos. Una pregunta que debería de estar en el catecismo ideológico de todo partido político con pretensiones de gobernar.
En España la cultura del endeudamiento y el gasto está muy arraigada, actitud que hubiera continuado sin control si las circunstancias económicas desde hace tres años no fueran tan adversas. Pero cuesta aún comprender que se está llegando a un fin de ciclo económico como aseguran los economistas y que el gasto debe ser cada vez más responsable.
En el ámbito público y con independencia del color político, en nuestro país y en cada una de las tres administraciones públicas territoriales, se han acometido proyectos megalómanos y políticas públicas con escasa lógica y rentabilidad, a no ser que sea la meramente electoral, que es la que posibilita estar en el poder para seguir inventando proyectos ruinosos, una absurda espiral de la que pocos políticos quieren salir una vez dentro. Lo que realmente ha ocurrido es que los representantes electos amparándose en una supuesta mejora de la ciudad, de la calidad de vida de los ciudadanos o de una hipotética creación de empleo y riqueza, actuando en nombre de la administración que dirigen, se han embarcado en gastos que han hipotecado el presupuesto anual durante muchos años y que han tenido que financiar con préstamos bancarios provistos de intereses galopantes.
Una empresa apuesta por una inversión que puede ser rentable o no porque ese es el juego que impera en el mundo empresarial. El empresario arriesga un dinero y probablemente jamás lo recupere. Si ese es el caso, este empresario podría entrar en un proceso de quiebra y necesitar una administración judicial para viabilizar su empresa.
Sin embargo, cuando esas inversiones ruinosas se ejecutan desde la arrogancia y la autorización mal entendida que ofrecen las urnas, las circunstancias son totalmente distintas. El político hace y ejecuta presupuestos basándose –se supone- en un plan de gobierno que, en teoría, debería conocer el votante. También sería lógico que el votante, el ciudadano, conociera las inversiones y políticas públicas más costosas y de esa manera votar en consecuencia. Pero la democracia es imperfecta y no existen esas premisas. Luego, el elector lo que hace es firmar un cheque en blanco a un desconocido, que en muchas ocasiones camina osado hacia el precipicio en el que nos despeña a todos. Así de triste es la democracia representativa.
Uno de los problemas básicos de nuestra democracia es que el político basándose en una elegibilidad amparada por las normas jamás responde de su gestión ruinosa. En la actualidad, en parte debido a la crisis, estamos asistiendo a la quiebra técnica de ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, siendo probable que, incluso, a la del propio Estado. Esa crisis ha posibilitado que las cuentas no cuadren y que los ingresos no suplan los enormes gastos como sí parecían cuadrar hace no muchos años (aunque en realidad jamás los ingresos han bastado para financiar esos desproporcionados gastos sino que se han ido pagando con deuda pública y prestamos bancarios).
Esas absurdas inversiones, que hubieran llevado a la ruina a cualquier multinacional, al margen de responsabilidades jurídicas que se deduzcan contra el empresario, no tiene similares consecuencias en la actuación del político que un buen día decidió hipotecar el futuro de los ciudadanos a los que, en teoría, representaba. Es más, esa clase de políticos siguen ahí medrando, ocupando cargos de alta alcurnia, sin consecuencias negativas de ningún tipo. Solo se van, dicen, si me echan las urnas, como demócratas convencidos que son.
Obviamente, -con independencia de reivindicaciones indignadas- todo eso tiene que cambiar porque lo que está pidiendo el nuevo orden mundial no es sólo una más clara y austera utilización de los recursos sino un radical cambio en la forma de gobernar las ciudades y los países. Pero ese cambio no operará si se pretende ejecutar desde este mismo modelo económico y político, como tampoco podrá producirse con los mismos actores, que aferrados al poder no quieren comprender que la primera regla que ha de cumplirse es la salida de ellos mismos.
Afirman que cuando el escritor catalán Josep Pla llegó Nueva York y vio la ciudad de los rascacielos en la noche, luminosa y encendida, preguntó socarrón: ¿y esto, quién lo paga? Sin saberlo el peculiar autor de "El cuaderno gris" estaba poniendo el dedo en la llaga sobre el interrogante que ahora, muchos lustros después, nos estamos haciendo los ciudadanos. Una pregunta que debería de estar en el catecismo ideológico de todo partido político con pretensiones de gobernar.
En España la cultura del endeudamiento y el gasto está muy arraigada, actitud que hubiera continuado sin control si las circunstancias económicas desde hace tres años no fueran tan adversas. Pero cuesta aún comprender que se está llegando a un fin de ciclo económico como aseguran los economistas y que el gasto debe ser cada vez más responsable.
En el ámbito público y con independencia del color político, en nuestro país y en cada una de las tres administraciones públicas territoriales, se han acometido proyectos megalómanos y políticas públicas con escasa lógica y rentabilidad, a no ser que sea la meramente electoral, que es la que posibilita estar en el poder para seguir inventando proyectos ruinosos, una absurda espiral de la que pocos políticos quieren salir una vez dentro. Lo que realmente ha ocurrido es que los representantes electos amparándose en una supuesta mejora de la ciudad, de la calidad de vida de los ciudadanos o de una hipotética creación de empleo y riqueza, actuando en nombre de la administración que dirigen, se han embarcado en gastos que han hipotecado el presupuesto anual durante muchos años y que han tenido que financiar con préstamos bancarios provistos de intereses galopantes.
Una empresa apuesta por una inversión que puede ser rentable o no porque ese es el juego que impera en el mundo empresarial. El empresario arriesga un dinero y probablemente jamás lo recupere. Si ese es el caso, este empresario podría entrar en un proceso de quiebra y necesitar una administración judicial para viabilizar su empresa.
Sin embargo, cuando esas inversiones ruinosas se ejecutan desde la arrogancia y la autorización mal entendida que ofrecen las urnas, las circunstancias son totalmente distintas. El político hace y ejecuta presupuestos basándose –se supone- en un plan de gobierno que, en teoría, debería conocer el votante. También sería lógico que el votante, el ciudadano, conociera las inversiones y políticas públicas más costosas y de esa manera votar en consecuencia. Pero la democracia es imperfecta y no existen esas premisas. Luego, el elector lo que hace es firmar un cheque en blanco a un desconocido, que en muchas ocasiones camina osado hacia el precipicio en el que nos despeña a todos. Así de triste es la democracia representativa.
Uno de los problemas básicos de nuestra democracia es que el político basándose en una elegibilidad amparada por las normas jamás responde de su gestión ruinosa. En la actualidad, en parte debido a la crisis, estamos asistiendo a la quiebra técnica de ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, siendo probable que, incluso, a la del propio Estado. Esa crisis ha posibilitado que las cuentas no cuadren y que los ingresos no suplan los enormes gastos como sí parecían cuadrar hace no muchos años (aunque en realidad jamás los ingresos han bastado para financiar esos desproporcionados gastos sino que se han ido pagando con deuda pública y prestamos bancarios).
Esas absurdas inversiones, que hubieran llevado a la ruina a cualquier multinacional, al margen de responsabilidades jurídicas que se deduzcan contra el empresario, no tiene similares consecuencias en la actuación del político que un buen día decidió hipotecar el futuro de los ciudadanos a los que, en teoría, representaba. Es más, esa clase de políticos siguen ahí medrando, ocupando cargos de alta alcurnia, sin consecuencias negativas de ningún tipo. Solo se van, dicen, si me echan las urnas, como demócratas convencidos que son.
Obviamente, -con independencia de reivindicaciones indignadas- todo eso tiene que cambiar porque lo que está pidiendo el nuevo orden mundial no es sólo una más clara y austera utilización de los recursos sino un radical cambio en la forma de gobernar las ciudades y los países. Pero ese cambio no operará si se pretende ejecutar desde este mismo modelo económico y político, como tampoco podrá producirse con los mismos actores, que aferrados al poder no quieren comprender que la primera regla que ha de cumplirse es la salida de ellos mismos.
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