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24 noviembre 2017

EL ATROPELLO (RELATO NAVIDEÑO INCLUIDO EN CONVERSACIÓN EN LA TABERNA Y 41 RELATOS.



Había pasado tan sólo un año. Pero la percepción del paso del tiempo y de las cambiantes circunstancias no era acorde con esos breves doce meses. Apenas le era ya familiar la suntuosidad que rodeaba su existencia hacía un año. En su momento, toda esa abundancia, ese tren de vida, ese derroche, iban cómodamente sentados en su turismo cuatro por cuatro, como algo totalmente natural. Siempre consideró que se lo merecía porque su ambición siempre había estado muy afilada y había trabajado duro. Pero debía admitir que su suerte había cambiado, y quienes le rodeaban ahora ya no pululaban a su alrededor como moscas ante una cucharada de miel, por lo que habría que colegir que el goce y disfrute de  su compañía, como aseguraban todos, no era  tan  turbador  como  él suponía. Además, todo aquel cambio le había dejado fuera de lugar. Avanzaba diciembre, y con él el inevitable frío propio de aquellas fechas, siempre atento a resurgir en la ciudad, de contrastes increíbles. Eso que era invariable, pero todo lo demás se había transformado. Sin embargo, tenía a su favor una cosa: cuando gozaba de poderío económico jamás consideró que aquella situación formara parte de un plan preestablecido por el destino, ni que gozara de la suerte innata de ser elegido por un dedo divino. Simplemente había  tenido  suerte. Había tocado varias teclas no siempre honestas y la suerte le había sonreído. Nada más. Por eso, encontrándose ahora en circunstancias diametralmente opuestas, lo lógico sería seguir manteniendo la misma línea de pensamiento.

Decididamente, su forma de ver la vida y su propia existencia había sido siempre muy pragmática, alejada de sentimentalismos y alteraciones del ánimo, ni siquiera en estos días de derrota y pérdida con el trasfondo de las luces navideñas, tan melancólicas siempre. Ahora bien, había cometido un error en el pasado, consistente en no advertir que las claves de su éxito social habían sido el dinero y las muchas corruptelas orquestadas. Si la vida no era más que un carrusel de vanidades, tal y como siempre había sostenido, ¿cómo no fue capaz de advertirlo en su momento? Se encontraba en el mismo bar, en el que hacía justo un año había sido homenajeado, mientras pensaba en todo esto. De hecho,  todo lo relatado le vino a la mente por encontrarse precisamente allí. Recordó que por una puerta situada a su derecha apareció su esposa, enfundada en un ostentoso abrigo de piel de zorro. Un regalo que le costó un riñón, una cifra que ahora prefería ni recordar en las circunstancias en las que se encontraba. Por su parte, su mejor amigo lo arrastraba hacia la calle y le mostraba una flamante moto scooter de un negro brillante increíble, dotada de un potente motor. Tenía varias motos, pero se  había encaprichado de ésa y su amigo se la regaló. Un buen regalo, sin duda, pero calderilla en comparación con los ingresos que él le había posibilitado a su amigo de toda la vida, gracias a la presión que hizo en el ayuntamiento para que recalificaran aquellos terrenos imposibles. Así que con aquel fastuoso comienzo se inició una velada de increíble lujo, anegada por el champán y los caros delicatesen. Casi cien personas que lo idolatraban y lo agasajaban como a un héroe.

Lógicamente, la borrachera de vanidad y etílica fue descomunal y, tal vez, por eso no fue consciente de que, tras acabar la fiesta, montó en su potente vehículo y, trastornado por la volatilidad del alcohol, activó la marcha atrás en vez de activar la marcha adelante, sin advertir en absoluto que en aquel momento pasaba junto a la parte trasera del vehículo aquella pobre anciana. A pesar de su estado ebrio, le pareció advertir un golpe pero no era fácil afirmarlo, considerando las dimensiones y la solidez del vehículo, de manera que no se molestó en hacer comprobación alguna sobre el terreno. Naturalmente, le causó extrañeza que aquellas sirenas de la policía se acercaran a él a toda velocidad, sin ser capaz de advertir apenas que le estaban dando el alto. En pocos días, todo se convirtió en papeleo, declaraciones, retirada del carné de conducir, dinero y más dinero para cubrir los gastos de sus abogados y una constante caída  en  picado  de  sus  ingresos.  Aquella  mujer  no    había fallecido pero se encontraba muy grave y se demostró en el juicio que el atropello se produjo como consecuencia de la enorme cantidad de alcohol ingerida, y para colmo no existió el más mínimo acto del deber de socorro debido. Por tanto, el sistema  jurídico  no  le  iba  a  soltar  hasta  limpiarlo, sin duda. Curiosamente esa noche, que pasó en el calabozo municipal, no apareció nadie con un vestido de zorro y no lograba recordar qué había pasado con la scooter negra. De hecho, no había ni rastro de uno sólo de los casi cien invitados. Pareciera que a todos se los hubiera tragado la tierra. La única compañía de la que disfrutó aquella fría noche de diciembre fue la de aquel policía orondo con cara de bonachón que lo miraba,   de   hito   en   hito,   con   cierto   gesto   de desprecio.


Lógicamente, aquel largo proceso lo desplumó y todos sus negocios, legales e ilegales, cayeron en un pozo profundo. La propietaria del vestido de zorro se separó de él y su amigo probablemente desapareció con ella en aquella reluciente moto negra de potente motor. Desde entonces, tras salir de la cárcel a los seis meses, había adquirido el hábito de visitar a diario a aquella anciana, alojada en un hospital — cercano a aquel bar— desde hacía un año. De hecho, era la única visita que la octogenaria tenía.

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