Había pasado tan sólo un año. Pero la percepción del paso del tiempo y
de las cambiantes circunstancias no era acorde con esos breves doce meses. Apenas le
era ya familiar la suntuosidad que rodeaba su existencia hacía un año. En su momento,
toda esa abundancia, ese tren de vida, ese derroche, iban cómodamente sentados en su turismo
cuatro por cuatro, como algo totalmente natural. Siempre
consideró que se lo merecía porque su ambición siempre había
estado muy afilada y había trabajado duro. Pero debía admitir
que su suerte había cambiado,
y quienes le rodeaban ahora ya no pululaban a su alrededor como moscas ante una cucharada de
miel, por lo que habría que colegir que el goce y disfrute
de su
compañía, como aseguraban todos,
no era tan turbador
como él suponía.
Además, todo aquel cambio le había dejado fuera de lugar. Avanzaba
diciembre, y con él el inevitable frío propio de aquellas fechas,
siempre atento a resurgir en la ciudad,
de contrastes increíbles. Eso sí que era invariable, pero todo lo demás
se había transformado. Sin embargo, tenía a su
favor una cosa: cuando gozaba de
poderío económico jamás consideró que aquella situación formara
parte de un plan preestablecido por el destino, ni que gozara
de la suerte innata de ser elegido por un dedo divino.
Simplemente había tenido
suerte. Había tocado varias teclas no siempre
honestas y la suerte le había sonreído. Nada más. Por eso, encontrándose ahora en circunstancias diametralmente opuestas, lo lógico sería
seguir manteniendo la misma línea de pensamiento.
Decididamente, su forma de ver la vida y su propia existencia había sido
siempre muy pragmática, alejada de sentimentalismos y alteraciones del ánimo,
ni siquiera en estos días de derrota y pérdida con el trasfondo
de las luces navideñas, tan melancólicas siempre. Ahora bien, había cometido
un error en el pasado, consistente en no advertir que las claves de su
éxito social habían sido el dinero y las muchas corruptelas orquestadas. Si la vida no era
más que un carrusel de vanidades, tal y como siempre había sostenido, ¿cómo
no fue capaz de advertirlo en su momento?
Se encontraba en el mismo bar, en el que hacía justo un año
había sido homenajeado, mientras pensaba en todo esto. De hecho, todo lo relatado le vino a la mente por encontrarse precisamente allí.
Recordó que por una puerta situada a su derecha apareció su esposa,
enfundada en un ostentoso abrigo de piel de zorro. Un regalo que le costó un riñón, una cifra
que ahora prefería ni recordar en las circunstancias en las que se
encontraba. Por su parte, su mejor amigo lo arrastraba hacia la
calle y le mostraba una flamante moto scooter de un negro
brillante increíble, dotada de un potente motor. Tenía varias
motos, pero se había encaprichado de ésa y su amigo se
la regaló. Un buen regalo, sin duda, pero calderilla en comparación con
los ingresos que él le había posibilitado a su amigo de toda
la vida, gracias a la presión que hizo en el ayuntamiento para que recalificaran aquellos terrenos imposibles. Así que con aquel fastuoso comienzo
se inició una velada de increíble lujo, anegada por el champán y los caros
delicatesen. Casi cien personas que lo idolatraban y lo agasajaban como a un héroe.
Lógicamente, la borrachera
de vanidad y etílica fue descomunal y, tal vez, por eso no fue consciente de que, tras acabar la fiesta, montó en su potente vehículo y, trastornado por la
volatilidad del alcohol, activó la
marcha atrás en vez de activar la marcha adelante, sin advertir en absoluto que en aquel momento pasaba junto a la parte trasera del vehículo aquella pobre
anciana. A pesar de su estado ebrio, le
pareció advertir un golpe pero no era fácil afirmarlo,
considerando las dimensiones y la solidez del vehículo,
de manera que no se molestó en hacer comprobación alguna sobre el terreno. Naturalmente, le causó extrañeza que aquellas sirenas de la policía se acercaran
a él a toda velocidad, sin ser capaz de
advertir apenas que le estaban dando el
alto. En pocos días, todo se convirtió en papeleo, declaraciones, retirada del carné de conducir, dinero y más dinero para cubrir los gastos de sus
abogados y una constante caída en
picado de sus
ingresos. Aquella mujer
no había fallecido pero se
encontraba muy grave y se demostró en el juicio
que el atropello se produjo como consecuencia de la enorme cantidad de alcohol ingerida, y para colmo no existió el más mínimo acto del deber de socorro
debido. Por tanto, el sistema jurídico
no le iba a soltar
hasta limpiarlo, sin duda. Curiosamente esa noche, que pasó en el
calabozo municipal, no apareció nadie
con un vestido de zorro y no lograba
recordar qué había pasado con la scooter negra. De hecho, no había ni rastro de uno sólo de los casi cien invitados. Pareciera que a todos se los hubiera tragado
la tierra. La única compañía de la que
disfrutó aquella fría noche de diciembre fue
la de aquel policía orondo con cara de bonachón que lo miraba, de hito
en hito, con
cierto gesto de desprecio.
Lógicamente, aquel largo proceso lo desplumó y todos sus negocios,
legales e ilegales, cayeron en un pozo profundo. La propietaria del vestido de
zorro se separó de él y su amigo probablemente desapareció con ella
en aquella reluciente moto negra de potente motor. Desde entonces, tras salir de la cárcel a los seis meses, había
adquirido el hábito de visitar a diario a aquella
anciana, alojada en un hospital
— cercano a aquel bar— desde hacía un año. De hecho, era la única
visita que la octogenaria tenía.