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08 agosto 2013

RELATOS BREVES DE VERANO

LA TESIS


Ayer por la mañana, contra todo pronóstico, decidí enfilar para la costa. Yo mismo me quedé sorprendido por esa inédita decisión, pero cuando quise darme cuenta ya estaba a la altura de Padul y decidí continuar. Algo me decía que me toparía con algo extraordinario.
Ya puestos -me dije- iré al municipio con la playa más concurrida. Y como si se tratara de una teletransportación en el tiempo, en el término aproximado de una hora me vi viendo el mar azul desde la carretera nacional -futura autovía cuando mande la providencia- que conduce a la playa de Velilla en el término de Almuñecar.
Me costó aparcar, algo que ya sabía, pero una vez estacionado el vehículo me dirigí con paso firme hacía la famosa playa que -ya podía verlo- estaría a reventar de gente ansiosa de agua y de sol. 
Pero cuando ya estaba a pocos metros no podía dar crédito a lo que mis ojos iban procesando: la playa estaba practicamente vacía a excepción de tres o cuatro bañistas que leían ávidamente un libro en papel, o bien, un libro electrónico. Comprobé que se podían escuchar nítidamente las olas a las 12 de la mañana de un día de agosto porque el silencio era casi escandaloso. No podía ser. Miré para un sitio y para otro pensando que tal vez se tratara de una de esas bromas televisivas o, probablemente, se estaría grabando alguna película o un anuncio, pero al no ver nada extraño a mi alrededor, me dirigí a una de las pocas personas que estaba plácidamente leyendo un libro en la playa para preguntarle sobre qué estaba ocurriendo para que la playa se encontrara vacía a esas horas.
- Ocurrir no ocurre nada, pero los tres o cuatro que aquí estamos leyendo frente al mar consideramos la idea de correr el rumor de que el Real Madrid acababa de llegar al Ayuntamiento de Almuñecar a ver qué ocurría. Somos doctorandos y estamos elaborando una tesis sobre psicología de masas en la Universidad de Granada. 

27 agosto 2012

RELATOS BREVES DE VERANO

 LA ESTATUA



Cómo es fácil deducir, a las tres de la tarde de un día de agosto, pocos humanos poblaban las calles, pero allí estaban en mitad de aquella plaza del centro de la ciudad ese par de turistas consultando su guía, con sus gemelos y cuellos preocupantemente sonrojados, con su piel casi transparente a punto de ebullición. Pero, sin duda, interpretarían esas seguras quemaduras cutáneas como heridas de guerra que mostrar en su Oslo, Estocolmo o Copenhague natal, a sus amigos o familiares mientras tomaban un vodka en cualquier pub, resguardados de las inclemencias de su largo invierno. Así, que no parecía preocuparles lo más absoluto que el inclemente 'lorenzo' les atizara de lo lindo en sus rubias cabezas. 
Y entonces, pasó lo más terrible de las pocas cosas que podían ocurrir a esa hora: reclamaron mi atención mientras señalaban algo en la guía. Era la última cosa que hubiera deseado, porque ya me parecía ridículo e, incluso, obsceno que un español compartiera escenario con un par de guiris a esa hora, en la que ningún habitante de la ciudad cuerdo se le ocurriría salir a la calle, al menos, hasta las nueve de la noche. Así que hice ademán de no entenderles, imitando aparentar cierta prisa, e incluso comencé a hacer algún leve gesto de no entender ni papa su perfecto inglés -cosa cierta-. Pero recordé que en alguna ocasión había sido bien atendido en varias ciudades europeas, como aquella vez en la que un joven berlinés descuidó, incluso, su puesto de salchichas para indicarme una dirección y de camino, a mi requerimiento, fotografiarme junto a su tradicional puesto; o aquella anciana londinense que se desvivió bajo una cruenta lluvia para hacerme ver que a partir de las diez de la noche no podría adquirir cerveza en aquella tienda de conveniencia pakistaní sobre la que le pregunté. Así que, agradeciendo aquellos gestos y considerando que ahora tenía la oportunidad de escenificar ese agradecimiento que sentía en mi interior, afronté el inclemente sol y les expliqué que esa estatua por la que se interesaban correspondía a un antiguo monarca venido de tierras no lejanas a las suyas y que aquí se encontraba, soportando este sol africano sin rechistar, porque consideraba que su reino lo valía. Ambos sonrieron como muestra de haber comprendido mis palabras,  mientras me obsequiaban con un sonoro y sincero 'I thank you'.
Satisfecho por mi acción, cuando me dirigía hacia mi moto para alejarme lo antes posible de aquel infierno urbano, me fijé de nuevo en la estatua mientras me ponía el casco y juraría que Carlos I de Alemania y V de España me sonrió satisfecho y complacido. 

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