02 enero 2012

SE ACABÓ EL AGUINALDO (IDEAL 2/1/2012)

Bueno, estrenamos año con artículo nuevo. Una breve reflexión sobre la relación entre el consumo y la navidad. 
Si no ha sido posible que lo leáis en papel os lo dejo a vuestra consideración:    

SE ACABÓ EL AGUINALDO


No hace muchos años que la interpretación de estas fechas, que dejan el espíritu a flor de piel, sólo era posible hacerla con la economía como trasfondo. Ser feliz y consumir en abundancia formaban una parentela de difícil erradicación y pocas cosas ponían la cara más alegre que un nuevo coche por Navidad, el último artilugio electrónico o la última casa, que había quien las coleccionaba más que habitaba.
               Pero llegó la crisis. Y la crisis no era advertida porque, como suele ser común en las grandes plagas, sólo presentó su tarjeta de visita cuando ya estaba asentada plenamente entre nosotros y desterrarla es tarea titánica, como si se tratara de alguno de esos organismos alienígenas de las buenas películas de los ochenta.
               Porque nuestra crisis ya no es tal crisis, es un cambio de ciclo y deberían ser los sociológicos más que los economistas quienes a estas alturas diagnosticaran este nuevo inquilino para identificarlo. Pero vayamos por partes antes de que el contenido de este pretendido artículo confunda a propios y a extraños, que no tenía más cometido que preguntarse sobre qué relación ha de tener la crisis con la Navidad, hilo argumental, en definitiva, de este texto. Y existe mucha relación, sin duda.
               En cierta ocasión escribí en esta sección acerca de cómo podría imaginarse una Nochebuena en mi pueblo, en cualquier pueblo. Pues bien, hablaba de Misa del Gallo, de noches frías y bufandas que cubrían cuellos de personas dispuestas a beberse la noche, de una iluminada plaza de la Iglesia, como la que hay en cada pueblo de cualquier rincón de España, de villancicos espontáneos en las calles, en las casas, en las plazas, de aguardiente, de polvorones, de belenes, de árboles navideños y de muérdago, elementos todos que siempre han estado al alcance de cualquier pobre de solemnidad ya que hay cosas que valen pero no cuestan; y hablaba también, creo, de otras navidades que llegaron más tarde, en las que los protagonistas principales eran los grandes almacenes, los escaparates de lujosas tiendas, los cotillones de precio surrealista... todo eso que vivimos en los buenos años de vacas gordas en este imprevisible país, es decir, cosas que probablemente poco valen pero que cuestan.
               Y llegó el tiempo en el que las vacas gordas se volvieron famélicas o, sencillamente, desaparecieron pero por contra no regresaron aquellos elementos que conformaban esas navidades más pobres pero con sentido. Y eso debe ser así porque ese organismo poderoso del consumismo ya forma parte para siempre de nuestras vidas y ha transformado nuestra sensibilidad en endémica.  
               Porque de sensibilidad y espíritu hablamos cuando se aproximan los últimos días del año y seguramente la opción de sustituir lo material por lo espiritual no es más que un mecanismo de defensa que los humanos nos hemos fabricado para obviar lo que verdaderamente importa en fechas entrañables como pocas. Y ahora que ese aguinaldo excesivo de los últimos años ni existe ni se le espera volver a mirarnos desde dentro parece tarea difícil. 
               Sin duda, debe ser por culpa de ese organismo alienígena. 

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