Bueno, estrenamos año con artículo nuevo. Una breve reflexión sobre la relación entre el consumo y la navidad.
Si no ha sido posible que lo leáis en papel os lo dejo a vuestra consideración:
SE ACABÓ EL AGUINALDO
No hace muchos años que la
interpretación de estas fechas, que dejan el espíritu a flor de piel, sólo era
posible hacerla con la economía como trasfondo. Ser feliz y consumir en abundancia
formaban una parentela de difícil erradicación y pocas cosas ponían la cara más
alegre que un nuevo coche por Navidad, el último artilugio electrónico o la
última casa, que había quien las coleccionaba más que habitaba.
Pero llegó la crisis. Y la crisis no era advertida
porque, como suele ser común en las grandes plagas, sólo presentó su tarjeta de
visita cuando ya estaba asentada plenamente entre nosotros y desterrarla es tarea
titánica, como si se tratara de alguno de esos organismos alienígenas de las
buenas películas de los ochenta.
Porque nuestra crisis ya no es tal crisis, es un
cambio de ciclo y deberían ser los sociológicos más que los economistas quienes
a estas alturas diagnosticaran este nuevo inquilino para identificarlo. Pero
vayamos por partes antes de que el contenido de este pretendido artículo
confunda a propios y a extraños, que no tenía más cometido que preguntarse
sobre qué relación ha de tener la crisis con la Navidad, hilo argumental, en
definitiva, de este texto. Y existe mucha relación, sin duda.
En cierta ocasión escribí en esta sección acerca de cómo
podría imaginarse una Nochebuena en mi pueblo, en cualquier pueblo. Pues bien, hablaba
de Misa del Gallo, de noches frías y bufandas que cubrían cuellos de personas dispuestas
a beberse la noche, de una iluminada plaza de la Iglesia, como la que hay en
cada pueblo de cualquier rincón de España, de villancicos espontáneos en las
calles, en las casas, en las plazas, de aguardiente, de polvorones, de belenes,
de árboles navideños y de muérdago, elementos todos que siempre han estado al
alcance de cualquier pobre de solemnidad ya que hay cosas que valen pero no
cuestan; y hablaba también, creo, de otras navidades que llegaron más tarde, en
las que los protagonistas principales eran los grandes almacenes, los
escaparates de lujosas tiendas, los cotillones de precio surrealista... todo
eso que vivimos en los buenos años de vacas gordas en este imprevisible país,
es decir, cosas que probablemente poco valen pero que cuestan.
Y llegó el tiempo en el que las vacas gordas se
volvieron famélicas o, sencillamente, desaparecieron pero por contra no regresaron
aquellos elementos que conformaban esas navidades más pobres pero con sentido.
Y eso debe ser así porque ese organismo poderoso del consumismo ya forma parte
para siempre de nuestras vidas y ha transformado nuestra sensibilidad en
endémica.
Porque de sensibilidad y espíritu hablamos cuando se
aproximan los últimos días del año y seguramente la opción de sustituir lo
material por lo espiritual no es más que un mecanismo de defensa que los
humanos nos hemos fabricado para obviar lo que verdaderamente importa en fechas
entrañables como pocas. Y ahora que ese aguinaldo excesivo de los últimos años
ni existe ni se le espera volver a mirarnos desde dentro parece tarea
difícil.
Sin duda, debe ser por culpa de ese organismo
alienígena.
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