
A medida que pasaban los minutos de esta película, que no llega ni a la hora y media, me sentía cada vez más cautivado y más triste. Pero una tristeza no humana, o tal vez sí, no lo sabría afirmar con exactitud. Los fantasmas en las películas de terror están ahí para producirnos miedo o risa, si se trata de comedia del tipo Los fantasmas atacan al jefe, pero jamás están para producirnos tristeza, melancolía, desasosiego, pena y hasta llanto; o, bien, para preguntarnos a nosotros mismos por el sentido de la vida, por la muerte, por la vida, por el tiempo, el espacio o, tal vez, el universo y eso gracias a ese punto de inflexión del discurso del progre intelectual cuya verborrea lúcida capta la atención del fantasma y explica muy bien su tránsito por el espacio y el tiempo.
Me pregunto de qué fuentes habrá bebido el director y guionista, David Lowery, un tipo aún muy joven y de aspecto un tanto extraño del que conocemos básicamente su película, Peter y el Dragón, pero de las que haya bebido han de ser muy rebuscadas pero también muy lúcidas y brillantes. Por tanto, en mi opinión, estamos ante una obra maestra, ante una película que irá a más y que será de culto en determinados círculos cinéfilos. Y si no fuera así, estamos ante una película innovadora, distinta a lo visto hasta ahora, honesta representante del cine indie estadounidense que tanta sombra hace al efectista y millonario de Hollywood. Y hasta ahí puedo contar.