La batalla informativa por conocer con rigor cómo y de qué está
configurada la función pública en España está completamente perdida. Ha habido
tanta contaminación informativa por parte de determinados sectores sociales y
políticos influyentes de nuestra sociedad que a estas alturas el concepto
genérico de funcionario –utilizado de manera indiscriminada- se ha convertido
en abominable. Ese concepto ya desintegrado y casi peyorativo forma ya parte
del imaginario colectivo y está provisto de una carga negativa que convierte el
malentendido en conocimiento general, que es lo que ocurre cuando no hay
interés o voluntad en abordar los asuntos con seriedad y rigor.
Desde la irrupción de
la democracia en España y a medida que tras la promulgación de la Constitución
de 1978 se fueron constituyendo las diecisiete Comunidades Autónomas y las dos
Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla
años después, la función pública ha ido incrementando su número de efectivos
como resultado lógico de la diversificación administrativa. En distinta medida,
la Ley de Bases del Régimen Local, aprobada en 1985, permitió a las entidades
locales asumir más competencias, lo que supuso un incremento de su propia
función pública y, asimismo, la creación de nuevas Universidades y el
crecimiento de las ya existentes conllevó el reclutamiento de más empleados
públicos. Ahora bien, por secuencia lógica, esa descentralización
administrativa del Estado en favor de las Comunidades Autónomas conllevó un
importante vaciamiento del sector público estatal, a pesar de que las
Comunidades Autónomas no se conformaron con ese trasvase estatal y continuaron
con una política de recursos humanos expansiva en los años siguientes, en
parte, gracias a que la propia LOFAGE años más tarde introdujo la figura de las
Entidades Públicas Empresariales como norma básica que podría trasladarse al
resto de las Administraciones Públicas. Probablemente, es a partir de ese
momento cuando se produce el punto de inflexión que posibilita la contratación
de personal laboral al servicio de estas nuevas formas organizativas, que se
rigen en su gestión, generalmente, por el derecho privado. Este personal
contratado, por su naturaleza jurídica no puede ser considerado empleado
público ya que no pertenece en puridad a la Administración Pública sino a sus
Sociedades Instrumentales circundantes.
El problema a día de
hoy es que desde 1997 hasta nuestros días todas las Administraciones Públicas,
en mayor o menor medida, han abusado, sin justificación la mayoría de las
veces, de la creación de estas auténticas administraciones paralelas que han
ido engordando su nómina de manera exorbitante e injustificada hasta el punto
que ha sido el mecanismo más directo que han utilizado los partidos políticos
en el poder para hacer uso de la figura del clientelismo político, que debió
quedar desterrado tras la reforma de la función pública de 1984, a pesar de que
ya contaban con la regulación de la figura del personal eventual, encuadrado
dentro de la categoría de empleado público –incluso en el vigente EBEP-, y de
la que han abusado hasta límites casi obscenos.
A día de hoy a todo ese ingente colectivo que
presta sus servicios en las administraciones paralelas los distintos gobiernos
les suelen poner el epíteto de funcionarios en igualdad jurídica a los que sí
lo son en realidad, lo que supone una escandalosa tergiversación al tiempo que
provoca un rechazo unánime de los tribunales. De hecho, es así como la propia
Junta de Andalucía llama a ese personal externo que ocupa esa extensa
administración paralela, tan costosa para los andaluces.
Por tanto, la reforma
del sector público que pretende llevar a cabo el gobierno central no puede ser
ajena a este fenómeno y tendrá que conllevar, necesariamente, medidas
legislativas básicas que permitan la eliminación de gran parte esas
administraciones paralelas en que se han convertido toda esa miríada de
Sociedades Instrumentales ya innecesarias, y la consiguiente eliminación de los
puestos de trabajos a cargo del capítulo I de los distintos presupuestos de las
Administraciones Públicas que son, en realidad, ajenos a la función pública. De
hecho, gran parte de esos puestos a cargo de las arcas públicas podrán ser
absorbidos perfectamente por el sector privado, tan necesitado de estímulo
profesional.
Nadie discute que la
función pública en España necesita una enorme reestructuración, pero ésta no
podrá llevarse a cabo sin que se produzca la necesaria eliminación de ese
intrusismo citado y la restitución progresiva a esa verdadera función pública
que jamás debió ser adulterada y que, con sus defectos y sus carencias, es un
símbolo desde los albores de la Revolución Francesa de cualquier Estado de
Derecho que pretenda serlo.
Por José Antonio Flores Vera
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