'Perro semihundido' (Pinturas negras de Goya) |
Quienes corremos tenemos
asumido que no gustamos demasiado a estos animales. Seguramente, porque supone
para ellos una amenaza ver a una persona corriendo, síntoma que su instinto
probablemente traduzca como señal de alarma o peligro. Por tanto, esa acción de
correr les pone agresivos e inquietos. De ahí, que todos los que corremos
habitualmente hayamos tenido, en mayor o menor grado, alguna mala experiencia
con alguno de ellos cuando hemos atravesado caminos, veredas y
carreteras.
Particularmente,
en alguna ocasión, la he tenido, sin que -por suerte- ninguna haya destacado
por violenta o accidentada, pero a punto ha estado. Recuerdo aquel perro de
apariencia inofensiva que en algún lugar de la Vega de Pinos Puente logró
romper de un mordisco el calcetín de mi amigo Paco mientras corríamos (el mío
intentó romperlo también pero ya no le dio abasto) o aquel pequeño y amenazante
líder de una manada de perros abandonados en la población de Caparacena, que
logró que hiciera mi mejor serie de quinientos metros, sin proponérmelo.
Pero de entre todos, hay un
caso muy curioso que experimento siempre que corro por un lugar muy próximo a
la antigua arquería -hoy cortijo- árabe de Alitaje, en el término municipal de
Pinos Puente, cuando me dirijo en dirección al término de Fuente Vaqueros, en
un lugar conocido como Cortijo de Las Cruces. Es un cortijo habitado y está
aislado en la mitad de la Vega, a mitad de camino entre ambos municipios. Por
tanto, como modernos Cerberos, existen canes que protegen de eventuales cacos, Suelen ladrar
de manera amplificada y con corazón pero, por suerte, están atados. De lo
contrario, sería imposible pasar por allí. Así que siempre que lo hago, confío
en que sus dueños no se hayan descuidado en las ataduras.
En el canino grupo, casi
siempre, hay uno suelto. Y lo está porque sus amos saben que no haría daño ni a
una mosca, a pesar de que ladra de manera más apasionada que los atados y más
fieros -por eso lo hace-. No sé exactamente de qué raza es, pero se trata de un
perro minúsculo. Su altura apenas supera la altura de mis zapatillas y su, más
que dudosa, capacidad de morder, si es que alguna vez lo consiguiera, apenas
provocaría otra cosa que un pequeño rasguño, o incluso, ni tan siquiera eso,
saliendo él mismo mucho más perjudicado dada su poca solidez dental. De ahí que
sus dueños, con buen criterio, no teman que muerda a nadie, entre otras cosas,
porque no le es posible funcionalmente.
Pero el caso es que este
can -podría ser un caniche o algo así- es avispado y asume bien su rol, que es
lo que venía a exponer al principio. Se envalentona cuando los fieros ladran,
mientras se retuercen para deshacerse de sus ataduras, y me persigue a lo largo
de unos cincuenta metros hasta casi topar con mis zapatillas. Es tal su pasión
por defender la propiedad y, de camino, exhibirse ante sus amigos mayores, que
cuando me persigue alcanza tal velocidad que casi flota en el aire, ya que sus
cuatro cortas patas no dan para más. Muy excitado, lleva a cabo esa acción unos
pocos segundos e inmediatamente, exhausto, abandona la persecución en la misma
proporción que cesa el ladrido de sus agresivos compañeros. Al principio, no me
fiaba demasiado, a pesar de su pequeñez y nula fiereza, pero después de
repetirse por enésima vez la misma escena y comprensivo sobre la ejecución de
su rol y buen nombre de cara a sus mayores, sigo corriendo sin molestarlo a la
espera de que se canse y dé media vuelta. Siempre ocurre lo mismo. De hecho,
casi tenemos un pacto tácito: yo sigo mi camino sin azoramiento ni inquietud y
él se retira ufano con la cabeza alta, convencido de haber quedado como un
héroe ante sus congéneres, más fieros y peligrosos.