Granada es una ciudad que llora. A veces
llora de manera justificada y otras no tanto. Hay lágrimas de cocodrilo y
lágrimas reales. Éstas apenas son visibles. Se conducen con discreción, como no
queriendo ser descubiertas por las esquinas, por las calles, por las plazas;
sin embargo, las primeras son histriónicas, desean llamar la atención. Que
nadie piense que un cocodrilo llora de veras.
En Granada hay
aciertos y fracasos y cuenta con políticos con poca visión de ciudad, algo muy
común en casi todas partes. Lo primero es algo normal, a veces transitorio,
pero normal; lo segundo, no es más que el Principio de Peter aplicado a la
política. Y si los partidos no quieren buenos políticos, gente que sepa
interpretar la ciudad y le quepa en la cabeza, nada se puede hacer. Si los
partidos están más pendientes del poder y de las lealtades soeces, nada que
hacer. No votarles, sí, pero gracias al sistema electoral tan perverso que regula
nuestra participación como ciudadanos, siempre habrá representación en nombre
de la democracia por pocos votos que se emitan (cuántas barbaridades se hacen
en nombre de la democracia).
Pero yo no quería
hablar de los políticos, sino de la ciudad y sus cosas. Y decía que llora con
dos tipos de lágrimas. Las hay farsas y las hay reales, decía. Sin embargo, lo
que siempre echo de menos en esta ciudad es la falta de loa de las pocas cosas
que funcionan y están bien planificadas. De acuerdo, son pocas, pero las hay.
Por ejemplo, la última innovación en materia de transporte público: el
metropolitano. Gran invento, sí señor. Gran ocurrencia ésta, que no es novedosa
y es posible que hasta renacida de las cenizas de aquel antiguo tranvía que
surcaba la capital y una buena parte de pueblos adyacentes, lo que ahora viene
a denominarse área metropolitana. Pero tampoco es único en España, ni mucho
menos en Europa, lo que ocurre es que estaba por ver si Granada subía de
categoría cuando ese atractivo artilugio eléctrico con forma de supositorio iba
a suponer un antes y un después en cuanto a los caóticos desplazamientos a
distintas partes de la ciudad y a los pueblos adyacentes más cercanos y poblados.
Comprobar si con ese transporte rápido, ligero, sostenible, no contaminante y
no demasiado ruidoso se podría solucionar el caótico tráfico de la ciudad y la
circunvalación. Esto último, lo del tráfico, aún está por ver, ya digo, pero si
está ya confirmado y demostrado que la ciudad y los pueblos a los que llega
-solo a tres aún- han subido de categoría y la posibilidad de desplazarse
sensatamente y sin agobios a distintos lugares de la ciudad ha mejorado
exponencialmente. Lo pensaba el otro día mientras hacia un trayecto largo y mis
asombrados ojos creían estar viendo pasar las calles, plazas y edificios que
suelo ver cuando he viajado por Europa. Eso fue emocionante. Pero lo fue mucho
más comprobar que llegaba fácil y rápidamente a lugares a los que ni siquiera
me planteaba ir en autobús y mucho menos con coche particular.
Y todo esto lo
digo aquí, porque como somos una ciudad que llora, no he localizado apenas loas
a esta magnífica idea, que no ha hecho más que comenzar y que con sus
desaciertos y errores va a ir mejorando la calidad en los desplazamientos de
miles de ciudadanos y es posible que hasta transformar la forma de viajar tan
torticera que tenemos en esta ciudad. Dicho queda.