Con Mario, Paco, Paquillo y Francisco. Mucho 'pinero' junto. |
Es probable que si no fuera por la importancia simbólica de la prueba que corrí el pasado domingo, no hubiera considerado escribir esta entrada. Pero tiene mucha importancia. Personal, claro.
Compruebo -porque así lo reflejo en la parte derecha de este blog- que la última vez que competí fue el día 10 de noviembre del año pasado, es decir, casi seis meses han transcurrido desde que pateé a buen ritmo los llanos de Antequera en esa fría mañana del segundo domingo de noviembre del año pasado. Se trataba de la última Media Maratón de la milenaria ciudad de los dolmenes y los molletes.
Desde entonces han pasado muchas cosas desde el punto de vista deportivo, casi todas negativas. En un mes, pasé de casi romper mi marca personal en la distancia a verme postrado por los incontables problemas musculares en ambos gemelos. Suspendí la última prueba de competición que quería hacer en 2013, que no era otra que la retomada Subida al Conjuro de Motril que tanta ilusión me hacía, y suspendí por completo los entrenamientos. No sabía qué diablos me pasaba. Probaba correr tras un par de semanas de descanso y volvía a caer con más estruendo si cabe en la misma lesión. La desesperación estaba ya rebosando.
Así que retomé la antigua idea de tratarme el problema vascular en ambas piernas. Consideré como una hipótesis que los diversos problemas vasculares se podían deber a ese problema. Total, me dije, si no puedo correr, ahora es el momento de actuar. De esa manera pasé por la consulta médica en la segunda semana de marzo y a los pocos días ya había sido intervenido.
Son esos días en los que ves muy lejanos los días de trono y gloria deportiva; aquellos en los que te podías plantear correr cualquier tipo de competición y entrenar bien siempre que te diera la gana. Lejanos pero no perdidos. Los paraísos perdidos siempre están a la vuelta de la esquina, me dije, aunque en ocasiones cueste verlos.
La recuperación fue otra travesía en el desierto, la cual ya no me inquietaba ni sorprendía. ¿Qué podía suponer un mes más o menos tras tantos postrado? Me ayudaba de la inestimable ayuda de la MBT, las largas caminatas y un fuerte optimismo y esperanza. Y así hasta ayer, en el que volví a retomar la competición. Por eso aludía al principio a la importancia simbólica de la prueba.
Una prueba que no tenía pensado correr, pero hablé con mi amigo Paco y entre su inactividad última y la mía -ambas por distintos motivos-, acabé animado a participar, inscribiéndonos in-extremis en una prueba que va a camino en convertirse en la más señera del atletismo local. Me refiero a la prueba del Padre Marcelino que ya ha entrado en su octava edición.
La idea no era competir, lógicamente. Ni tan siquiera conmigo mismo, que es como yo suelo competir siempre. La idea no era otra ver si se confirmaba la recuperación apuntada ya en los últimos entrenos, aguantar lo mejor posible el envite de los diez kilómetros por las calles más céntricas de Granada y al mismo tiempo retomar también esa idea antigua de correr juntos una prueba Paco y yo.
Y casi lo conseguimos. O al menos, lo conseguimos hasta bien superada la mitad de la prueba. Paco percibió molestias en la pierna izquierda al paso por la mitad de la calle Recogidas, a falta de tres kilómetros y medio para acabar y a partir de ahí me sorprendí a mi mismo corriendo a ritmos similares a los que frecuentaba antes de la lesión y operación.
Si esos primeros seis kilómetros y medio fueron una delicia, corriendo y disfrutando de la compañía, del deporte, la buena mañana y la ciudad, los últimos tres y medio fueron un encuentro con las buenas sensaciones de antaño y con la esperanza de una mejoría anunciada.
Con Paco, Francisco y Paquillo -hijo del primero- |
Con Francisco y Paquillo en la línea de llegada. |