(Continuación. Pincha aquí si aún no has leído la primera parte) Así, que siendo ya casi la
medianoche y en la más absoluta oscuridad del pueblo, enfilaron una larga y
embarrada calle, que al poco se convertía en un estrecho camino cuando se
superaban las últimas casas del pueblo. Atravesaron varios campos y cruzaron
varias acequias, que en ese momento mostraban un caudal inusual a causa de la
lluvia de los últimos días, y al final de una de las últimas cuerdas de olivos,
ya se podía vislumbrar recortada bajo la tenue luz de la luna la silueta de la
negra puerta de hierro del cementerio, coronada en lo alto por una ajada cruz
de hierro enmohecido. Tendrían que llegar hasta esa misma puerta y rodear la
tapia más septentrional para poder acceder al recinto por una de las más bajas
del mismo que se alzaba irregularmente en un vado.
Entre bromas y algún que otro aullido jocoso, los
cuatro amigos despidieron al quinto, mientras que éste con movimientos lentos e
inseguros trepaba a la fácil tapia y de un salto que sonó seco y lejano, entró
en el interior del cementerio. Todavía se le podía ver volviendo sus asustados
ojos hacia sus amigos mientras se adentraba por las estrechos pasillos que
dejaban las tumbas entre sí. En una mano llevaba un madero carbonizado para escribir
la palabra convenida en los maderos del ataúd y en la otra un hierro
puntiagudo, que con ayuda de una piedra clavaría junto a la tumba elegida,
según el contenido propuesto de la apuesta. La oscuridad, el lugar, la noche
cerrada y la capa volando al viento del infeliz, que se adentraba a pasos
inseguros en aquel siniestro lugar, ofrecían a los amigos un espectáculo sin
igual. Pero cuando el amigo ya no se percibía, tragado por la oscuridad del
sagrado lugar, en dirección al rincón más escondido del mismo para encontrar la
tumba propuesta, los amigos, divertidos y satisfechos, se dieron media vuelta y
se dirigieron a sus respectivas casas.
La apuesta concluía con la visita al cementerio a
primera hora de la mañana para comprobar que todo se había hecho de acuerdo con
lo convenido; que encontrarían la palabra escrita en los vetustos maderos del
ataúd y el hierro clavado junto a la tumba.
A la mañana siguiente, a la hora convenida, el grupo
se había citado al rayar el día en la plaza del pueblo para, desde allí,
dirigirse al cementerio. Pero el ejecutante de la apuesta no se presentó. Uno
de los amigos aludió a que era probable que se hubiera quedado dormido; otro a
que el miedo que habría pasado le impedía salir de su casa, de manera que
divertidos los cuatro allí citados se dirigieron al cementerio. Saltaron por la
misma tapia por la que la noche anterior había saltado su amigo; recorrieron
los estrechos pasillos que dejaban entre si las tumbas y tras unos minutos
llegaron a la zona de 'los ahorcados'. El lugar en sí, ya era siniestro a plena
luz del día, por lo que no podían ni imaginar cómo sería en la noche cerrada.
Se dirigieron, no sin temor, a la tumba del Conde de Cubillas y cuando aún no
habían llegado, pudieron ver la imagen más horrible que jamás habían visto y
que, probablemente, jamás verían.
Asustados y perplejos a partes iguales encontraron a
su amigo en posición fetal con el cuerpo aterido de frío y humedad. Sus
desencajados ojos mostraban la misma imagen del terror y sus manos estaban
semienterradas en la húmeda tierra, observando con horror que sus dedos habían
perdidos sus uñas, las cuáles, ensangrentadas, se mostraban clavadas en la
tierra. Su amigo estaba muerto y ahora una pregunta tediosa iba tomando forma
en la mente de cada uno de ellos. Horrorizados y con la mirada ausente, miraron
a la tumba abierta del Conde de Cubillas, en cuyo extremo afloraban dos maderos
viejos y sucios. En uno de ellos estaba escrita con carbón negruzco la palabra
'maldito', que había sido la propuesta, y junto al cuerpo de su amigo pudieron
ver el hierro clavado en la tierra.
Pero volvamos a la película de los hechos, al momento
de la noche anterior, en el que los cuatro amigos veían al desafortunado
penetrar entre los estrechos pasillos del cementerio, perdiéndolo poco a poco
de vista, porque ninguna explicación oficial u oficiosa podrá ser tan esclarecedora
sobre lo que realmente ocurrió en aquella soledad tan ominosa y terrible que la
propia narración de los hechos.
Cuando el amigo volvió la cabeza ya no pudo contemplar
a sus cuatro amigos. Por tanto, comprendió que ya no había vuelta atrás. Se
sintió el ser más solitario del mundo. Así que sabedor que tenía una misión que
cumplir y que quería cumplirla cuanto antes, se dirigió hacia la zona de las
tumba de 'los ahorcados'. La imagen que penetró por sus asustados ojos era
terrible: una miríada de viejas y decrépitas tumbas desperdigadas a lo largo y
ancho de un terreno irregular, protegidas cada una de ellas por una irregular
valla de puntiagudos y oxidados hierros, que actuaban a modo de penitencia de
quienes habían dispuesto de su vida sin permiso del Altísimo. Cuando los ojos
se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver en un extremo la tumba del Conde de Cubillas a la que se
dirigió raudo y decidido. Era una tumba imponente, propia de alguien adinerado
e importante, a pesar de que se encontraba en un estado desastroso, creando ese
aspecto aún más desasosiego. Entró en ella por el amplio espacio que dejaban
los hierros abiertos y rotos de la valla y, a través de un amplio espacio
abierto en la propia lápida, penetró en el hoyo en cuyo interior se esparcían
las decrépitas maderas del ataúd. Intentó no fijar la vista en aquella
espeluznante oscuridad, pero no pudo evitar
contemplar las deshilachadas y amarillentas sábanas de la mortaja. Tal y como
estaba previsto, escribió la palabra 'maldito' en uno de los maderos con el
carbón que llevaba en la mano izquierda y, sin demora, salió al exterior para
disponerse a clavar el hierro en la parte más blanda de la tierra que rodeaba
la tumba. Cogió un trozo de lápida y comenzó a golpear el hierro, el cual no
encontró apenas resistencia en la tierra. Los golpes del trozo de mármol de la
lápida contra el hierro en aquel lugar silencioso y a esa hora de la noche
sonaban a crimen secreto y eso le inquietó aún más, pero intentó quitarse de
encima esos pensamientos y acabar cuanto antes. Así que cuando se aseguró que
el hierro estaba totalmente clavado en la tierra, se incorporó para salir de
allí lo más pronto posible con la sensación de haber cumplido su deber pero aún
temblando de miedo, el cual no había desaparecido ni un segundo desde que entró
en el recinto. Todo lo contrario.
Entonces fue cuando ocurrió lo más inesperado.
Comprobó como el impulsó que había tomado para incorporarse fue baldío porque
algo o alguien le asía la capa y no le dejaba avanzar ni un centímetro. Su
mente se le nubló y sus piernas se quedaron sin fuerzas. Gritó todo lo que pudo
y suplicó que le soltaran, pero sus súplicas no obtuvieron respuesta favorable.
Sin tener valor suficiente para volver la vista y comprobar qué estaba
ocurriendo, intentó deshacerse de la capa, pero atribulado como estaba, tan
sólo conseguía asegurar aún el más nudo adosado al cuello hasta el punto de
casi ahogarle. Sabía que no tenía apenas otros recursos que seguir suplicando.
Sollozó hasta quedarse apenas sin voz, mientras que notaba que sus mejillas se
bañaban del suave tacto templado de sus propias lágrimas. Igual sensación
sintió en la entrepierna; y humillado y derrotado se dio por vencido. Se arrojó
al suelo vencido y en posición fetal percibió la humedad de la tierra en su
vientre y cómo la ya de por sí cerrada oscuridad fue apagándose aún más, hasta
perder el conocimiento por completo. Aún pudo sentir su corazón latir
endiablado, pero los párpados cayeron ya de forma estrepitosa y la conciencia,
tan turbada unos minutos antes, dio paso a la inconsciencia.
'Junto al cuerpo de su amigo pudieron ver
el hierro clavado en la tierra'. En ese lugar habíamos dejado el horrible
descubrimiento de sus amigos para pasar a narrar los hechos que verdaderamente
ocurrieron. Así que esos perplejos amigos, tan atribulados como estaban, no
podían imaginar que aún les quedaba por ver algo que les situó en el terreno de
la incomprensión o, tal vez, de la culpa.
Probablemente, a cada uno de ellos, a pesar de que
jamás lo manifestaron durante el resto de sus vidas, les hubiera gustado haber
explicado que lo que le ocurrió a su amigo fue un suceso paranormal, algo
inexplicable, pero que pudiera estar relacionado con el castigo infringido por
la violación indebida de aquel lugar, tal y como prohibían la iglesia y el ayuntamiento.
Sin embargo, lo que les inundó de torrenciales sentimientos de culpabilidad
durante todas sus vidas fue comprobar cómo su desgraciado amigo, actuando con
la razón perdida por el miedo a aquel lugar y el de aparecer como un
cobarde a los ojos de sus amigos, no se
percató de que el puntiagudo hierro que, con tanta facilidad había penetrado en
la húmeda tierra, también estaba atrapando y enterrando de manera irreversible
un trozo de su propia capa, cuya negra textura iba mezclándose con la del lodo
de manera implacable.