Lo prometido es siempre deuda. Había dos cuentos góticos programados. El primero fue publicado hace unos días; por tanto, ahora publico el segundo. Pero éste es mas largo. Por tanto, lo dividiremos en dos entradas consecutivas.
LA APUESTA (I)
Consideremos como hipótesis inicial, antes que nada, que a aquella pequeña población no había llegado aún el devenir de la modernidad. Por tanto, no existían las múltiples opciones ociosas con los que cuenta la civilización actual. Pero no pensemos tampoco que nos encontramos perdidos en un lugar de la historia demasiado remoto. Tan sólo que la industria del ocio, la televisión, Internet, los juegos electrónicos y las múltiples opciones que hacen que los individuos programen sus veladas, aún estaban por venir. Es más, tampoco existía el sistema tan consabido hoy día del transporte motorizado, por lo que las callejuelas de los pueblos como aquél eran estrechas y deshechas por las inclemencias del tiempo invernal. La frontera entre la calzada y las aceras era inexistente y las primeras luces eléctricas públicas tan sólo se veían muy de cuando en cuando en las capitales de provincia. Por tanto, si a lo ya descrito añadimos que las mínimas luces de las faroles públicas no eran más que una mínima llama de luz alimentada por gas que la niebla tragaba en los días de invierno, ya tendremos el escenario adecuado para imaginar con más precisión la historia que narramos a continuación.
Como se decía al principio, el escenario no es otro
que una pequeña población de interior, alejada de la capital y rodeada
básicamente de olivos. Ese esquema podría responder muy bien a alguno de los
pueblos andaluces. Por tanto, podríamos admitir como factible que nos
encontramos en un pueblo andaluz en una época ni lejana ni cercana.
Si existiera la posibilidad y pudiéramos contemplar a
aquella población a vista de pájaro en el momento exacto de la historia que
pasamos a narrar, encontraríamos un pueblo oscuro en plena estación invernal;
no llueve en ese momento, pero ha llovido, por lo que la lluvia recién caída y
el frío hacen que la mayoría de la humilde gente que vive en esa población esté
ahora en su modesta morada, arracimados en torno a una pequeña mesa camilla, en
cuyo interior laten las brasas de un brasero de carbón de encina recién hecho.
O, incluso, es posible que algunos vecinos ya se encuentre en la cama a la
espera que les visite, traidor como siempre, Morfeo.
No obstante, no todos los vecinos son de esa opinión.
De hecho, en la parte central de esa población vista hipotéticamente a vista de
pájaro se aprecian una ventana algo más iluminadas que las demás. Se trata de
la taberna del pueblo. La única taberna del pueblo. Y en este momento, siendo
ya noche cerrada, se encuentra en su interior un nutrido grupo de amigos. Como es fácil deducir, se trata de
hombres jóvenes que aún no consideran como atractiva la opción de encerrarse en
sus casas. Así que hablan y ríen en torno a una mesa iluminada por una
consumida vela, mientras consumen entre todos una generosa jarra de vino. No
parecen aburrirse, pero de todos es sabido que necesitan nuevos estímulos para
que la noche siga siendo amena ya que dependen tan sólo de su propia inventiva,
de la ocurrencia de las palabras, de los gestos, de los chistes bien contados,
de las anécdotas interesantes.., no hay muchas más opciones de diversión. Por
tanto, uno de ellos, el que parece que lleva la voz cantante en el grupo,
propone una apuesta. Los demás, se preguntan ansiosos sobre qué tipo de apuesta
se le habrá ocurrido en esta ocasión a quien siempre las propone.
-Quiero apostarme con vosotros una visita al
cementerio esta misma noche -dice ante el estupor de los demás-.
Todos en su fuero interior desaprueban la apuesta,
pero nadie se atreve a decirlo públicamente. Son jóvenes y osados y les gustan
los retos, así que todos aceptan.
-La apuesta consistirá en una especie de competición.
Cada noche, uno de nosotros se dirigirá al cementerio y tendrá que llevar a
cabo varias acciones -dice con indisimulado entusiasmo-. La perderá el que no
la lleve a cabo de acuerdo con las reglas propuestas.
Nadie articula ningún comentario ni hace aún pregunta
alguna, así que el especialista en apuestas sigue hablando ante la concentrada
atención de todos ellos, que muestran seriedad en sus rostros.
-Habrá que dirigirse hacia la zona de los ahorcados
que, como sabéis, está repleta de antiguas tumbas valladas, muchas de las
cuales están abiertas debido a su antigüedad y la erosión producida por las
fuertes lluvias y vientos, así como por la falta de mantenimiento -dice de
corrido como si el plan ya estuviera en su mente desde hacía días-. Ya sabéis
que a los ojos de todos los vecinos del pueblo son tumbas malditas.
-Pero ya sabes que la iglesia y el ayuntamiento
prohíben que se visite esa zona, por tratarse de personas que han ofendido a
Dios, disponiendo de su propia vida.
-Sí, y eso es lo realmente emocionante. Además,
propongo, que se visite la tumba del Conde de Cubillas...-dijo desafiante-
Cuando pronunció ese nombre, los rostros de sus
amigos, apenas iluminado por la tenue vela, se tornaron lívidos e inquietos. Se
miraron entre ellos.
-No podemos hacer eso. Ya sabes que esa tumba
está...-dijo con ansiedad uno de ellos, sin que llegara a acabar la frase-.
Hubo un silencio incómodo en el grupo y en ese momento
una ráfaga de viento golpeó la ventana a la que mirando todos con ojos asustados.
-No podemos negarnos a una apuesta -dijo otro de los
amigos-. Eso sería como traicionarnos a nosotros mismos. Jamás hemos dejado de
cumplir una apuesta.
Esa aseveración contundente no obtuvo réplica alguna,
por lo que de forma tácita todos ya estaban admitiendo internamente que la
apuesta iba a culminarse.
-De acuerdo -dijo el especialista en apuestas-. Tan
sólo queda designar quién irá esta misma noche.
Le pidieron al tabernero que cogiera cinco
mondadientes -porque ese era el número de amigos que allí se congregaban- y que
a continuación le recortará a cada uno un trozo, procurando que ninguno de
ellos tuvieran la misma longitud, para a continuación igualarlos al mismo nivel
por la parte visible, guardando la parte recortada de estos en el puño de su
mano derecha, de manera que nadie pudiera adivinar cuál de ellos era el más
largo o el más corto. La mala suerte haría que uno de ellos escogiera el
mondadientes más corto. Ese sería el que tendría que ir la primera noche al
cementerio, penetrar en la tumba abierta del Conde de Cubillas, cuyos restos
llevaban allí enterrados treinta años, escribir una palabra convenida en las
decrépitas tablas del ataúd y, finalmente, clavar un hierro junto a la tumba
como pruebas fehacientes que el apostante había estado allí. Los demás, le
acompañarían hasta las mismas tapias del cementerio para asegurar que el
elegido entraba en el interior del mismo y una vez asegurados que así era,
dejarían a éste sólo con su siniestra misión.
Y así se hizo, tal y como estaba programado. El
destino quiso que el mondadientes más corto lo sacara el más joven de los
amigos del que todos sabían -aunque no decían- que era el más renqueante y
menos osado del grupo, tal y como ya había mostrado en otras estrafalarias
apuestas que el especialista proponía. Eso produjo más que una broma pesada por
parte de los demás miembros del grupo, pero así eran las apuestas: osadas y sin
vuelta atrás. (Continuará...Pinchad aquí para leer la segunda parte)
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