Soy corredor y una de mis inquietudes como tal es buscar rutas nuevas, alternativas, distintas. Así que de tanto buscar y calibrar, tengo toda una colección de trayectos de todo tipo: en llano, en cuesta, terrenos serpenteantes, rompepiernas..., pero nunca había hecho la ruta que decidí hacer la otra tarde; o al menos, no idéntica ruta.
Las tardes cada vez son más cortas, así que decidí comenzar el entrenamiento en una zona cercana a casa. Haría nueve o diez kilómetros, la distancia justa para que la luz del día diera paso a la arrebatadora luz de la noche. El sitio elegido fue a la salida del pueblo de Albolote, cerca de Granada. Dejaría el coche justo en la puerta del cementerio de la localidad que, curiosamente, se encuentra al final de la calle principal de la población y desde allí iniciaría mi ruta. El cementerio es el último inmueble -por llamarle de alguna forma- de la calle y de la población y tiene vecindad directa con las últimas casas del pueblo. Inmediatamente me adentraría en la carretera que conduce al Torreón y en un momento concreto, cuando el GPS reflejara una distancia aproximada de cuatro kilómetros y medio, me daría la vuelta. Sí, haría nueve en total.
El calculo fue correcto y el final de la ruta, como preveía, me sorprende casi anocheciendo en el puente anterior al cementerio, desde cuya posición alta existe una diáfana vista al mismo. El claroscuro azulado que proyecta la luna nueva, que emerge bellísima tras las estribaciones más altas de Sierra Nevada, mancha las lápidas de blanco mármol y dibuja un espectáculo magnífico que disfruto con delectación toda vez que ya estoy llegando a mi destino y he tenido unas sensaciones magníficas. Se trata de uno de esos momentos de dicha que solemos tener los corredores cuando estamos acabando un entrenamiento agradable.
Cuando llego al coche, la calle, quizá por respeto al vecino cementerio, se encuentra en completo silencio interrumpido tan sólo por algún que otro vehículo que accede a la población. El negro manto de la noche me sorprende cambiándome las zapatillas técnicas por las de descanso y estirando, mientras saboreo una manzana. Percibo que ya es completamente de noche gracias a la presencia cada vez más notoria de la mortecina luz de las farolas adosadas junto a la tapia del cementerio. Miro al mismo y observo cómo los negruzcos cipreses recortan sus inquietantes formas en el cielo, que posee un extraño color azul cada vez más oscuro. La luna ya se ha apoderado de los astros de la noche y el sol ya se ha ido hacia otras latitudes. Estoy inmerso en esos pensamientos y no percibo que a pocos metros de donde estoy estirando se encuentra una persona que me mira fijamente. Se trata de un hombre de mediana edad, de estatura media y complexión delgada. Me sorprende la blancura de su tez y sus ojos cóncavos. Viste ropa ajada y sus movimientos son lentos. Me mira con fijeza y con cierta curiosidad, pero es algo a lo que estoy acostumbrado porque a mucha gente le resulta curioso ver a un tipo en paños menores cambiándose junto al maletero de su coche. Entonces, de pronto, el individuo comienza a hablar conmigo. En un primer momento no comprendo lo que me dice porque posee una pronunciación algo extraña, pero estoy muy acostumbrado a hablar con gente desconocida cuando corro e inmediatamente atiendo a lo que quiera que me esté diciendo. ¿Cuántos kilómetros has hecho? me pregunta, como si me conociera de toda la vida. No me sorprendo, porque esa pregunta también me la hacen con frecuencia. Pero ocurre que ya me he acostumbrado a contestar de una manera u otra si quien pregunta es corredor o no lo es. Creo que éste no lo es y le contesto que he hecho nueve, un buen trote, añado, para no mostrar prepotencia. 'No me parece mucho', dice ante mi sorpresa, y añade enseguida: 'yo fui corredor en otro tiempo, pero no pude seguir corriendo porque tuve un grave accidente'. Yo seguía cambiándome y estirando, pero me interesó lo que decía y alcé la vista para decirle que lamentaba que no pudiera seguir corriendo. Pero el individuo ya no estaba allí. Me extrañó mucho que desapareciera de golpe; es más, me pareció una falta de consideración, toda vez que fue él el que inició la conversación. Rodeé el coche y llegué hasta la misma puerta del cementerio, pero no lo vi por ninguna parte. Eso me pareció irreal, incomprensible, pero intenté no darle más importancia.
Acabé de cambiarme y me dispuse a entrar en el coche para marcharme a casa. El negro manto de la noche ya había caído por completo, por lo que los faros del coche son la única luz que me permite ver la cerrada y ajada cancela negra de hierro que da acceso al cementerio. Al maniobrar para dar la vuelta al coche y enfilar en dirección contraria a donde estaba aparcado, el halo de luz del faro derecho penetró directamente en el interior del cementerio, pudiendo observar con nitidez las primeras cruces y tumbas; y fue entonces cuando vi de nuevo a aquel individuo que había hablado conmigo minutos antes junto a una de esas primeras tumbas. No comprendía cómo había entrado dentro sin que yo lo hubiera advertido. Se encontraba de pie, quieto como una estatua y con la tez aún más lívida e inexpresiva, mirándome fijamente como había hecho minutos antes. Incluso, a pesar del desagravio anterior, alcé la mano para despedirme pero no devolvió el saludo.
Y aunque en ningún momento le vi portar herramienta alguna, decidí considerar que debía tratarse de un operario municipal haciendo algún trabajo urgente que no podía esperar, a pesar de las horas tan intempestivas.