No sé si somos de otra pasta, como decía Rafa Bootello en un comentario a la anterior entrada. Pero, sí, es cierto que no somos demasiado normales. Una persona normal -que también lo somos en esencia-, por lo general, no suele madrugar un domingo, haga calor o frío, y coger el coche para desplazarse a otra ciudad o pueblo para correr a lo ancho y largo de 42, 21, 15 o 10 kilómetros. De hecho, tampoco es muy común hacer esos kilómetros sin que exista la necesidad de desplazarse.
Cuando compraba pan y unas tortas en Guadix tras recuperarme de la Media Maratón del Melocotón, la dependienta reconoció en mí que venía de correr y me preguntó por la carrera. '¿Cuántos kilómetros son?', fue la pregunta que me hizo desde la tranquilidad de su comercio. 'Veintiuno' le contesté. 'Desde El Bejarín a Benalúa, debe ser duro', comentó la dependienta. 'Sí, en esta prueba y en estas fechas todo es duro, pero nos dedicamos a esto', ratifiqué finalmente. No es más que una breve conversación entre una persona que no se dedica a esto y otra que sí, aunque sea por mera afición.
Paseé un rato por la bella ciudad de la Alcazaba nazarí, de la Catedral barroca, del buen pan y de los buenos churros, y pensé en aquella breve conversación: una ciudad que apenas acaba de levantarse, una panadera que vende su pan aún caliente y unos cientos de corredores que acaban de culminar veintiún duros kilómetros. Todo muy surrealista. Surrealista, porque mientras me dirigía al coche a dejar la bolsa de pan y tortas caseras, se daba el hecho casual que junto a donde estaba aparcado mi vehículo estaba el kilómetro 20 y que por él aún pasaban con cuentagotas algunos corredores. Eran los que iban a acabar en torno a las 2' 15'' y 2' 30''. Lógicamente, se les veía cansados, muy cansados, pero ilusionados por llegar, ajenos a cronos y a otras cuestiones menores. Animé a cada uno de ellos, y cada uno de ellos me devolvió las gracias. En particular, recuerdo a una chica, bastante gruesa. La observé dando sus agónicos pasos, sin apenas levantar las piernas del suelo y le dije que ni tan siquiera le faltaba un kilómetro -ocultándole que era el más duro-. Esa chica, bastante metida en carnes me inspiró heroicidad y convicción. A esa hora -casi las doce y media de la mañana- la mayoría de la gente estaba recién levantada, probablemente acicalándose para desayunar tardíamente, o bien, tomarse unas cañas. Coger relajadamente la prensa del día y sentarse en una vistosa terraza de un bar y ver pasar el domingo. Sin embargo, ella, llevaba levantadas varias horas y allí estaba luchando contra la onerosidad de su cuerpo y su último kilómetro. Me pareció algo lírico. Al poco, reconocía a un corredor que vestía la equipación de mi club. Se trataba de un conocido, con una edad aproximada a los 70 años, que con paso firme y estiloso se dirigía a culminar su enésima media maratón. El crono no importaba. Le saludé y me devolvió el saludo alegremente. A lo lejos les vi a ambos. La chica ya subía en dirección a la Catedral y el compañero de mi club curvaba hacía la derecha para enfilar los últimos ochocientos metros. Dos héroes silenciosos, que en una calurosa mañana de domingo y por un terreno agreste estaban a punto de culminar una gesta.
Mientras tanto, en algún lugar, alguien sin mérito alguno -un político, el príncipe, el mismo rey o algún otro parásito del sistema- probablemente a esta ahora, ante una cámara de televisión, se bañaba en multitudes a cambio de contar mentiras y hundir aún más el país. Y pensé, con tristeza, lo injusta que es, en ocasiones, la vida.