El corredor hoy se ha congraciado
con la naturaleza. Si alguna vez ha sido cruel con ella, arrojándole productos
inorgánicos, destruyendo su flora por no poner el suficiente cuidado,
vertiéndole aguas fecales o, sencillamente, no siendo sensible y exquisito en
el trato, hoy se ha congraciado con ella.
Se podría decir que ha firmado un
hipotético armisticio, una carta de naturaleza -valga la redundancia- una
tésera íbera de la que cada parte se ha
llevado su mitad para exigir un futuro cumplimiento de amistad eterna.
Resulta que esta tarde, a eso de las
catorce horas, a la hora anárquica acostumbrada de los domingos, el corredor
salía a correr por una ruta de dieciséis kilómetros uniendo caminos entre Pinos
Puente y Fuente Vaqueros. Pero presentía, más que vaticinaba, que marcando el
termómetro del coche un grado Celsius sobre cero y estando el cielo
completamente repleto de nubes la nieve podría hacer aparición de un momento a
otro, a pesar de no ser muy habitual por estos lares.
Mientras se enfundaba la braga en el
cuello y ajustaba el gorro de lana Nike en la cabeza comenzaron a caer los
primeros copos de nieve con una periodicidad discreta, casi inexistente. Sin
embargo en los primeros cien metros de la ruta esos copos fueron aumentando su
tamaño y vigor.
De esa forma comenzaba el corredor
su odisea en la nieve. Y créanle si les afirma que ha sido una gozada. Había
corrido bajo la nieve, pero jamás había hecho una ruta de una hora y veinte
minutos en la que no haya cesado ni un solo segundo de nevar. Todo lo
contrario.
En el momento en el que el corredor
escribe esto -ahora ya tranquilo y descansado-
son casi las siete de la tarde del domingo diez de enero de dos mil
nueve y la ciudad de Granada y gran parte de la provincia están cubiertas de
nieve. La majestuosa Alhambra ha sido portada y cierre de varios noticiarios de
televisión. No es posible ver ni un sólo
centímetro de acera y la terraza de su vivienda ha adquirido un color blanco
precioso. Pero cuando daba los primeros pasos en su ruta de hoy aún no había ni
un sólo centímetro de nieve en los amplios campos de la vega. Ese manto blanco
se ha ido extendiendo a medida que sus piernas, corazón y pulmones iban
acumulando kilómetros. Ha sido, por lo tanto, testigo de excepción de un
fenómeno natural que se echa de menos por estas tierras, a pesar de que no
lejos emerjan enormes, blancos y altivos los picos de Sierra Nevada.
Pero comencemos por el principio.
Tras los primeros copos a los que se
refería, se detuvo en el primer kilómetro para ajustarse la malla y comprobó
cómo la nieve cada vez era más copiosa. Sus ojos se fijaron en el horizonte, en
la dirección que correría, y veían que una densa capa blanca iba cubriendo los
cortijos y secaderos de la frondosa vega.
Ése es un momento psicológico. El
corredor perdido en mitad de la nada, sin presencia humana alguna y sabedor de
tener por delante quince kilómetros por recorrer en medio de esa nevada, que iba
incrementándose por minutos.
En esos momentos la mente le dice
que está a un kilómetro del coche y debería regresar, pero las piernas obedecen
a otras razones y empujan hacia adelante, de manera que cuando aún no había
acabado de tomar la decisión ya se encuentra corriendo en busca de esos quince
kilómetros restantes.
Comprobaba cómo la nieve, tras la
primera capa de agua, ya tronchaba las ramas de los árboles y cada kilómetro
recorrido coincidía con un mayor manto blanco, que cubría por completo las
hazas de ambos lados de los caminos por los que avanzaba.
A los treinta y tres minutos de
recorrido ya se encontraba en las puertas de Fuente Vaqueros y tan sólo pudo
contemplar en las calles por las que pasaba a una niña que se disponía a
amontonar nieve en el jardín de su casa con la idea más que predecible de hacer
un muñeco. Éste, de hacerse, pasaría a la historia de la localidad. Mientras
tanto en los bares que circundan al paseo central del pueblo, presidido por una
estatua del poeta[1], los parroquianos allí congregados apenas se asoman a las puertas de
los mismos, en los que con toda probabilidad tomaban un carajillo o una copa de
coñac para entrar en calor ante una amena charla entre amigos.
En esos momentos no pasa por su
mente ningún atisbo de heroicidad (posteriormente, ya en casa, recreando el
entrenamiento en su mente, sí se siente algo más héroe), aunque los que le
observen consideren -y él lo deduzca por sus miradas-, que están viendo correr
a un tipo un tanto excéntrico. Pero lo que probablemente no sepan es que él es
corredor habitual y que correr es la esencia y todo lo demás la anécdota.
Pasado el pueblo de Fuente Vaqueros
enfila la carretera que conducirá mucho más adelante a la Carretera de Córdoba
y que en un par de kilómetros posibilitará desviarle por un camino casi
inédito, recién descubierto. Ese camino le gusta por su silencio y quietud.
Perdido como está en la mitad de la vega le transmite excelentes sensaciones.
Pero hoy no importaban las buenas sensaciones; era algo más. Si las palabras
fallan en su descripción, intente el lector imaginarse un extenso campo
totalmente blanco y unos chopos nevados junto a los que discurre una
decimonónica acequia de origen nazarí, que confunde su rumor con el silencio inenarrable
de la nieve en su caída.
Unos kilómetros más adelante, vuelve
a penetrar por el Camino Real[2], que en su larga recta deja contemplar una vega ya completamente
blanca y misteriosa.
La nieve, lejos de remitir, es ahora
más abundante y necesita retirar la braga de la boca y respirar abiertamente.
Pero los copos ahora remansan suavemente hasta estrellarse en el camino como si
allí la nieve fuera ya propia del paisaje para siempre. Todo es tan blanco que
sobrecoge. Pareciera que ahora la naturaleza comenzara a congraciarse con aquel
corredor que la había desafiado en su prueba más cruel. Si antes los copos se
estrellaban en la cara, ahora con suavidad resbalaban por ella. Le pareció
percibir un guiño de complicidad de la madre tierra.
Su vista no dejaba de otear todo lo
que podía abarcar pero sus sensaciones físicas, lamentablemente, no eran hoy
las más adecuadas. Dice lamentablemente, porque unas buenas sensaciones unidas
a ese espectáculo natural hubieran provocado un cataclismo emocional.
Kilómetros más adelante un conductor
conocido que pasaba con su coche le insiste para llevarle, ajeno a su disfrute.
Gritó, creo que con emoción, que no le privará de ese privilegio. Sospecha que
el conductor amigo no llega a comprender lo que le dice, pero sí entiende sus
ostensibles gestos, por lo que continúa su camino.
A la altura del cortijo de Alitaje[3] las dos casas que ocupan la orilla derecha del camino mostraban unos
jardines tan inéditamente nevados que inspiraban ternura; y un gorrión posado
en una rama baja de un árbol, con el plumaje henchido para soportar el frío,
buscaba algo que echarse al pico. A esas alturas el frío era intenso y
pareciera que el gorrión y el corredor fueran las únicas criaturas sobre la
tierra.
A falta de un par de kilómetros para
llegar a Pinos Puente, el clima era aún más gélido y se sentía empapado.
Llevaba más de una hora y cuarto luchando contra la nevada y la naturaleza ya
había decidido que el armisticio pactado era sólido.
Cuando llegó a esa meta hipotética
que sólo él traspasó, percibió el
sentimiento puro de que aquello que
había vivido era un privilegio y que sin dudarlo lo volvería a repetir
en cualquier momento. Siempre lo pensó: correr es la esencia y todo lo demás la
anécdota.