Soy antitaurino y seré tajante
desde el principio: las corridas de toros me parecen una abominación y una
involución humana. Algo vergonzoso.
Lo digo con tanta convicción que no me retractaría ni aunque me encontrara en la situación del tío del grabado. Para mí tengo que este espectáculo de violencia y sangre es una de las asignaturas pendientes más escandalosas de la supuesta civilización humana.
Ajusticiar
a un animal me parece una salvajada, pero hacerlo en público ante vítores y
aplausos me parece demencial, algo que ya no encaja –si es que alguna vez ha
encajado- en los tiempos actuales. En ese caso no sé bien si me preocupa más el
asesinato del toro o el jolgorio por ese motivo.
Puedo admitir, por ejemplo, –aunque no comprenda ni comparta- que el personal sufra esa especie
de síndrome de Stendhal ante un paso de Semana Santa, pero jamás podré
comprender ni compartir que ese síndrome se produzca ante la condena gratuita a
la que se somete al animal.
Estoy convencido que la desecha España no dejará de ser lo que siempre ha sido si siguen existiendo las
corridas de toros que, además, se están quedando cada vez más aisladas tras el
casi total rechazo y erradicación de esas fiestas salvajes de pueblo que
consisten en hacer sufrir infinitamente o asesinar a un animal, ya sea una
cabra, un gallo o un toro. No en vano el asesinato anual de toros en Tordesillas ya va camino de convertirse en un debate nacional e, incluso, internacional. Ese es el camino.
De ahí
que, en su día, viera con muy buenos ojos la iniciativa que tuvo hace unos años el Parlamento de Cataluña de eliminar las corridas de toros de su territorio por mucho que
quieran los taurinos hacernos creer que lo que se quiere conseguir con esa
iniciativa es rechazar sutilmente la pertenencia de Cataluña a España, dando a
entender que España es lo que es gracias a que existe la fiesta taurina, algo
inconsistente, perverso y manipulado. Pero aunque así fuera, el fin justifica los medios en este caso.
En España
somos muchos (y se nos escucha poco) los que consideramos que por encima de la
tradición y la fiesta está el derecho del animal y tarde o temprano será la
fuerza emergente de las nuevas leyes la que eliminará esta aberración de
nuestras vidas. No puede ser de otra forma. No debe ser de otra forma. No es
posible promulgar cada vez más normas (algunas de ellas penales) contrarias al
maltrato animal –doméstico o salvaje- y mantener como legal ese maltrato
institucional del que participa y gusta tanto mandatario público, que con su
apoyo y presencia oficializa algo que cada vez menos personas admitimos. Además
–y eso resulta escandaloso- se destina dinero público, dinero recaudado con los
tributos, para apoyar y fomentar esa orgía de sangre en que se convierten las
plazas de toros.
Estamos
sin duda ante una hipocresía de magnitud histórica. Una sociedad que lanza
mensajes de protección animal y buen rollito ecológico pero que machaca y
fomenta la violencia extrema contra los toros y por añadidura contra los
caballos que también reciben su parte en este desquiciado espectáculo. Y esa
forma de actuar no puede ser otra cosa que producto de una esquizofrenia
preocupante.
Pero
tampoco vale afirmar que las corridas de toros son tradición cultural porque
ésta no puede sostenerse si se alimenta de una práctica denigrante. La
tradición puede ser cultura, sabiduría, arte o buenas costumbres, es decir,
todo aquello que sublima y enriquece el alma humana pero no la aniquilación de
animales, porque si cometemos el error de apoyarnos en esa pretendida
tradición, aún a día de hoy podríamos asistir a aquellos vergonzosos Autos de Fe -como ya he mantenido en otros artículos- que se sintetizaban con el ajusticiamiento público de seres humanos cada fin de
semana de hace algunos siglos en las plazas más céntricas de las ciudades ante
la algarabía del pueblo, que seguramente contaba con un sector discretamente
crítico.
En
nuestra era moderna, otras tipos de plazas siguen siendo las protagonistas de
estos nuevos Autos de Fe. Incluso se ofrece el perdón al animal, ahora más
conocido como indulto. Sólo falta que el animal haga penitencia.