Conocer los
procesos que llevan a la corrupción de la cosa pública es un asunto complejo.
Una tarea de investigación que han de llevar a cabo especialistas de distintas
áreas del conocimiento, desde sociólogos hasta juristas, pasando por filósofos,
antropólogos y es posible que hasta psiquiatras si se concluye que corromper y
corromperse es una especie de enfermedad mental que resulta incurable para
algunos.
De todas maneras, al margen de
desviaciones psicológicas o sociológicas, es fundamental tener presente siempre
la historia para valorar por qué en determinados países la corrupción está más
presente que en otros y tendrá mucho que ver la concepción de lo público y lo
privado, así como la forma de entender la economía. En ese sentido, en nuestro
país nunca se ha distinguido muy bien lo público de lo privado y ese hecho es
siempre un caldo de cultivo idóneo para que aflore la corrupción. Por su parte,
en países en los que hay una clara separación entre estas dos vertientes, la
corrupción existirá -es una lacra universal-, pero tal vez más en la vertiente
privada que en la pública. Lógicamente, mucho tendrá que ver la contundencia de
la ley, porque está claro que el género humano varía muy poco de unos lugares a
otros y tan sólo el vigilar y castigar de los Estados como detentadores de la
violencia legítima será determinante.
En la España democrática -que es la etapa
política en la que la corrupción resulta más abominable- la asociación negocio-Estado,
en cualquiera de sus vertientes territoriales, ha estado siempre muy presente,
algo muy similar a la conexión negocio-familia de que se nutren las relaciones
ilícitas en las distintas mafias transalpinas. Este tipo de conexiones son básicas
para que se pueda tejer un entramado corrupto. También son elementos
fundamentales la complicidad y el silencio. De hecho, los cuantiosos casos de
alta corrupción política y empresarial en España siempre se han abierto por la
falla de alguno de estos elementos.
Otro factor importante, en mi
opinión, para que en España se hayan
dado tantos casos de corrupción -aún hay muchos que no se conocen, pero que
aflorarán- es el poco apego a la causa estatal -o autonómica o local- que
siempre han demostrado los políticos en general y los corruptos en particular.
Cuando no interesa la deriva de un país y no se cree en sus instituciones, la
única motivación -que también se convierte en ventaja- para formar parte de la
élite dirigente son los negocios propios, los del partido y los de la familia,
de manera que una vez ostentado un cargo con mucho poder y conociendo que los
mecanismos legales son torpes, ineficientes y lentos, el itinerario para
enriquecerse es francamente favorable; lo es si la idea de entrada es servir y
no robar, mucho más lo será cuando la idea de entrada es sólo robar. De ahí que
los mecanismos necesarios que impidan la corrupción no pueden ser de mero
maquillaje legal y político sino más mucho más contundentes y estructurales.
Y esa contundencia -lo decía más
arriba- no puede ser otra que el vigilar y castigar de manera contundente, pero
para ello es fundamental que la democracia española se sostenga de veras en un
verdadero Estado de Derecho, con sus tres robustas patas independientes: un poder
legislativo que legisle de manera consecuente, un ejecutivo que ejecute lo
legislado y un judicial que juzgue e interprete la ley sin contemplaciones y en
plena igualdad. Pero para ello, hay que conocer desde la escuela qué significa
el juego democrático. Lo que no puede significar bajo ningún concepto es ser la
mercadería en que la han convertido la mayoría de los políticos de este país,
el negocio particular de personas que han accedido al poder gracias al voto
-eso sí, indirecto- de los ciudadanos.
Hay políticos y juristas que sostienen que una democracia
se ha de forjar a base de tolerancia y leyes lenitivas porque consideran que
ese será el elemento diferenciador con los sistemas dictatoriales, pero esa
premisa no es siempre válida. Nada impide que un sistema democrático posea
normas contundentes que impidan la corrupción. De hecho, éstas serán la mejor
garantía para evitar que se asiente. Para buenos ejemplos, contamos con los de determinados
países de nuestro entorno, los cuales gozan de mayor recorrido democrático y,
por lo general, asisten a bastantes menos casos de corrupción. Eso se debe
-entre otras razones ya aludidas- a la contundencia de sus normas y a una más
eficaz separación de poderes. En ese sentido, me contaron que en la República de
Irlanda se acordó que un importante político acusado de corrupción debía de
devolver hasta el último euro de lo sustraído y dejarle sin recursos, al tiempo
que decidieron que el Estado no tenía por qué gastar un centavo en él
albergándole en la cárcel. No es mala solución si consideramos que en nuestro
país las sentencias que resuelven enviar a la cárcel a políticos corruptos son
muy pocas -la mayoría resuelven inhabilitación de varios años en cargos
públicos, que ya no ejercerán- y jamás
se les exige la devolución de lo robado. Es más, en la jungla política y
empresarial corrupta española muchos actores de tramas de alto nivel ya han
presupuesto las penas que pueden caerles si son cogidos y han comprendido que
siempre es rentable arriesgarse. Mientras tanto, lo robado descansará sin
riesgo alguno en algún oscuro paraíso fiscal a la espera de poder ser
disfrutado por el hacedor y su familia.
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