
Me cuesta creerlo, pero hay que admitir mi error histórico: hasta hace poco no había visto Días sin huella. Será porque el cine clásico siempre está ahí, como la Alhambra: siempre podrás verla.
Y es que el cine de calidad hay que verlo, y lo antes posible, porque luego vendrán días en los que querrás volver a ver esa película e integrarla en tu vida para siempre y a más esperes menos oportunidades tendrás de volver a verla.
Y sí, Días sin huella es una de esas películas imprescindibles para comprender muchas cosas que nos ocurren a los seres humanos, por ejemplo, la enfermedad del alcohol, que no es física sino perteneciente al negociado del alma.
Mientras la veía no dejaba de sorprenderme la desnudez inquietante de su argumento, la brillantez de lo expuesto y me decía que el cine moderno ha llegado a un punto de comercialización en el que ya es imposible que muestre estos productos. Lo muestran películas europeas, asiáticas y africanas; y alguna extraña y rara indie norteamericana, pero raramente o nunca el cine de Hollywood, y si bien esta extraordinaria película pertenece a una época ya lejana, no debemos olvidar que corría el año 1945 cuando se rodó y se trataban de otros tiempos, de otra forma de concebir el cine y la vida. De ahí que surgieran esas maravillosas películas en esa década, en la anterior y también, en parte, en la posterior. Tal vez a partir de ahí dejaron de tener cabida este tipo de películas.
Y por eso se trata de un clásico imperecedero.
Actualmente vivimos en una época demasiado poco dada a lo politicamente incorrecto y aunque es cierto que Hollywood produce cada año películas de apariencia incorrecta las suele maquillar en comedias u otro género o subgénero que procure despistar y que se manifieste el verdadero mensaje. Sin embargo, si ves Días sin huella comprobarás que todo lo que se expone ahí es franco y dramático, opresivo si cabe. Pocas películas podrán narrar con mano firme como lo hace la película de Willy Wilder el drama del alcohol y cómo puede afectar a la vida no solo del alcohólico sino de quienes le quieren y rodean. Curiosamente, dirigida por un director muy entregado a la comedia, que ha sabido como pocos enervar el drama que conlleva esta película, que no solo aborda la adicción al alcohol, sino también el fracaso, la frustración y, sobre todo, esa falta de huella a la que cada persona debe de agarrarse cada día para seguir viviendo, ese especie de leitmotiv que permita responderse cada mañana para qué existir. La frustación en este caso atenaza a un escritor, pero nada impide que también la pueda sufrir cualquier ser viviente con un mínimo de lucidez –o ambición, nunca se sabe–, en esta experiencia errática que supone vivir cada día.