28 mayo 2014

EL ROL DE LOS PERROS (O COSAS QUE OCURREN CUANDO CORRES)

'Perro semihundido'
(Pinturas negras de Goya)
En el mundo animal también existen jerarquías y roles. Y, dentro de este mundo, en el canino -quizá por ser uno de los más cercanos al ser humano- aún más. Quizá, porque adquieren por instinto hábitos de sus dueños -dicen que el perro acaba pareciéndose a su dueño con el paso del tiempo- o porque la cercanía hace a estos animales cada vez más humanos y menos caninos. Fuere por lo que fuere, interesado como estoy en el mundo del perro y por el especial cuidado que he de poner, dada la mala sintonía que existe entre este animal y los que solemos correr habitualmente por caminos, veredas y carreteras, por los motivos que fueren, decía, he aprendido a observar que en el mundo canino existe un comportamiento especial que seguramente no pasó desapercibido para el desaparecido etólogo y Nobel Konrad Lorenz. 
Quienes corremos tenemos asumido que no gustamos demasiado a estos animales. Seguramente, porque supone para ellos una amenaza ver a una persona corriendo, síntoma que su instinto probablemente traduzca como señal de alarma o peligro. Por tanto, esa acción de correr les pone agresivos e inquietos. De ahí, que todos los que corremos habitualmente hayamos tenido, en mayor o menor grado, alguna mala experiencia con alguno de ellos cuando hemos atravesado caminos, veredas y carreteras. 
            Particularmente, en alguna ocasión, la he tenido, sin que -por suerte- ninguna haya destacado por violenta o accidentada, pero a punto ha estado. Recuerdo aquel perro de apariencia inofensiva que en algún lugar de la Vega de Pinos Puente logró romper de un mordisco el calcetín de mi amigo Paco mientras corríamos (el mío intentó romperlo también pero ya no le dio abasto) o aquel pequeño y amenazante líder de una manada de perros abandonados en la población de Caparacena, que logró que hiciera mi mejor serie de quinientos metros, sin proponérmelo. 
Pero de entre todos, hay un caso muy curioso que experimento siempre que corro por un lugar muy próximo a la antigua arquería -hoy cortijo- árabe de Alitaje, en el término municipal de Pinos Puente, cuando me dirijo en dirección al término de Fuente Vaqueros, en un lugar conocido como Cortijo de Las Cruces. Es un cortijo habitado y está aislado en la mitad de la Vega, a mitad de camino entre ambos municipios. Por tanto, como modernos Cerberos, existen canes que  protegen de eventuales cacos, Suelen ladrar de manera amplificada y con corazón pero, por suerte, están atados. De lo contrario, sería imposible pasar por allí. Así que siempre que lo hago, confío en que sus dueños no se hayan descuidado en las ataduras.
En el canino grupo, casi siempre, hay uno suelto. Y lo está porque sus amos saben que no haría daño ni a una mosca, a pesar de que ladra de manera más apasionada que los atados y más fieros -por eso lo hace-. No sé exactamente de qué raza es, pero se trata de un perro minúsculo. Su altura apenas supera la altura de mis zapatillas y su, más que dudosa, capacidad de morder, si es que alguna vez lo consiguiera, apenas provocaría otra cosa que un pequeño rasguño, o incluso, ni tan siquiera eso, saliendo él mismo mucho más perjudicado dada su poca solidez dental. De ahí que sus dueños, con buen criterio, no teman que muerda a nadie, entre otras cosas, porque no le es posible funcionalmente.

 Pero el caso es que este can -podría ser un caniche o algo así- es avispado y asume bien su rol, que es lo que venía a exponer al principio. Se envalentona cuando los fieros ladran, mientras se retuercen para deshacerse de sus ataduras, y me persigue a lo largo de unos cincuenta metros hasta casi topar con mis zapatillas. Es tal su pasión por defender la propiedad y, de camino, exhibirse ante sus amigos mayores, que cuando me persigue alcanza tal velocidad que casi flota en el aire, ya que sus cuatro cortas patas no dan para más. Muy excitado, lleva a cabo esa acción unos pocos segundos e inmediatamente, exhausto, abandona la persecución en la misma proporción que cesa el ladrido de sus agresivos compañeros. Al principio, no me fiaba demasiado, a pesar de su pequeñez y nula fiereza, pero después de repetirse por enésima vez la misma escena y comprensivo sobre la ejecución de su rol y buen nombre de cara a sus mayores, sigo corriendo sin molestarlo a la espera de que se canse y dé media vuelta. Siempre ocurre lo mismo. De hecho, casi tenemos un pacto tácito: yo sigo mi camino sin azoramiento ni inquietud y él se retira ufano con la cabeza alta, convencido de haber quedado como un héroe ante sus congéneres, más fieros y peligrosos. 

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