Existe la pérdida de poder económico, pero por encima de esa pérdida está el miedo. Un miedo indescriptible sobre qué puede pasar el año próximo y el siguiente al próximo. Estando como están las familias endeudadas y los bancos manteniendo el grifo financiero cerrado, el panorama es hartamente desolador.
Ha caído el consumo de manera alarmante y tal vez por eso la ilusión navideña, que ahora está claro, sólo se componía de materialismo obtuso, decía, la ilusión navideña se ha hecho añicos. A tan bajos niveles de profundidad estamos llegando, que agotado el becerro de oro ya no sabemos ver con ojos limpios estas fechas. Nuestros ojos ya sólo son los del "tío Gilito", cambiando el logotipo del euro por el del dólar. Esa es nuestra idea de estas fechas.
Pero hay algo positivo en la crisis -siempre lo hay incluso en las cosas más negativas-: todo parece mucho más humanizado. Se advierte más tranquilidad en las calles, como si los agobios de otros años, hubieran emigrado a otros lugares; los claxon de los coches parecen más apagados y los accesos a las grandes ciudades son menos insufribles. Al mismo tiempo, pareciera que los grandes almacenes se nieguen a entonar sus vulgares villancicos de Navidad y que sus horteros adornos navideños ahora fueran más discretos.
Un buen momento, sin duda, para volver a la mesa camilla, junto al brasero -aunque sea eléctrico- y junto a un buen plato de mantecados de Estepa y una buena botella de anís del Mono o de La Castellana, o ¿por qué no de Rute?, conversar en amistad, en familia, contar las tradiciones, recordar positivamente a quienes no están ya entre nosotros, y si es posible, olvidarnos de esa dinámica en la que estábamos situados, tan fútil, tan vacía.