

No podía evitar sentir cierta angustia tras el azaroso encuentro con Conchi. Esa situación le había sumido en una repentina angustia, que casi le paralizó. De manera que no sabía con seguridad en ese momento si se dirigía a correr su primera carrera, o en realidad trataba de escapar de la tela de araña que él mismo se había tejido. Desde luego, no era esa la situación que había imaginado para su debut.
Así que siguió conduciendo mecánicamente en dirección al pueblo cercano en el que se desarrollaría la prueba, intentando no dar más vueltas a las consecuencias que tendría todo aquello en el futuro. Incluso barruntó en algún momento que su futuro con Conchi pudiera estar pendiente de un hilo.
Había soñado con debutar en su primera carrera en otras condiciones anímicas. Seguramente –imaginaba- que la noche anterior a la gran prueba de fuego cenaría algo de pasta, leería –nueva afición en la que se estaba iniciando- y se iría pronto a la cama, negándole a Conchi su presencia para ver por enésima vez “La maldición de la momia”. Así que la mañana de domingo sería luminosa y festiva. Justo el ambiente que necesitaba para correr seriamente.
Pero no había previsto ese desencuentro con Conchi. Probablemente el asunto de la boda no había sido más que la sempiterna gota que colma el vaso, pero el problema era mucho más profundo.
Hasta que comenzó a correr existía un normal paralelismo entre la vida de ambos, e incluso, entre la vida de X y todo lo que le rodeaba. Solía hacer lo que los demás esperaban de él. Pero el correr le había convertido en otra persona. Por primera vez sentía que manejaba su vida.
Y lo que es peor: no quería dar marcha atrás.
Es probable que en algún momento de debilidad pensara en detenerse deshacer lo andando, pero inmediatamente comprendió que la flecha ya había salido del arco y ya tan sólo cabía rezar para que ésta se clavara en el punto elegido.
Inmerso en esos pensamientos, no reparó que ya se encontraba cerca de la zona de salida de la carrera.
Le impresionó el afanoso trajín de coches y personas para un domingo y a hora tan temprana. Lógicamente, hasta ahora, pocas habían sido las ocasiones en las que estaba fuera de la cama a esas horas y poco podía imaginar que existiera tanta gente que hiciera lo contrario.
Así que de pronto, como si de una solución balsámica se tratara, su pensamiento cercenó los pensamientos negativos que hasta ese momento le atenazaban y se dispuso a observar aquel fastuoso mundo que le rodeaba. Corredores y corredoras ajustándose sus atuendos deportivos junto al maletero de sus coches; atletas que calentaban y trotaban suavemente ocupando todas las calles que rodeaban al recinto deportivo desde el que se daría salida la carrera, cientos de prendas deportivas que vestían a cuerpos delgados y fibrosos y altavoces que atronaban con música casi épica. Impresionante todo aquel ambiente. Y entonces fue cuando se preguntó si aquel era su mundo.
Había dejado atrás lo que hasta ahora había sido su mundo y de pronto se encontraba a punto de penetrar en otro mundo que tampoco le parecía propio. Se encontraba a caballo entre dos mundos. Perdido en algún lugar remoto. Más perdido que de costumbre. De hecho, las tripas comenzaron a manifestarse y consideró seriamente si debería correr junto a toda aquella gente que parecían encontrarse cómoda en aquel ambiente. Hablaban unos con otros y él permanecía sólo, mirando de reojo su bolso y considerando seriamente si no resultaría ridículo vestirse con aquella ropa que tanto le delataría. Que tanto delataría sus anteriores años de ingesta sin control y ausencia de ejercicio físico alguno.
Precisamente, cuando se encontraba más desanimado, cuando estaba a punto de entrar en el coche y huir de allí a toda pastilla, como si se tratara de Clarence, el ángel de la guardia que salvó a Geoge Bailey, apareció el frutero, que interpretando en la cara de X un devastador desánimo, casi le transporto tomándole del codo y le llevó a la zona común donde entregaban dorsales y chips. No quedaba mucho tiempo. X, mientras tanto, se dejaba arrastrar como una marioneta. Tanta era su desazón.
- Creo que me he equivocado Ángel –que así se llamaba el frutero-.
- Nada de eso. Nos ha pasado a todos. Piensa que hasta hace muy poco estabas en un mundo distinto. Y todo lo que te rodeaba estaba hecho a imagen y semejanza de ese mundo que te construiste. De ahí que ahora, que estás a punto de entrar en otro mundo, ¡ qué digo ¡, en otro universo, estés tan contrariado.
-Y cómo soluciono todo eso.
-Corriendo. No hay otra fórmula.
Aquellas palabras de Ángel –que ya conocemos al frutero por su nombre- fueron un bálsamo decisivo para X, de manera que con ese nuevo ánimo, casi sin percibirlo, se enfundó su recién comprada ropa técnica, consistente en camiseta de competición y pantaloneta (recordemos que aún no le sentaban demasiado bien los pantalones de competición), ambas prendas de la marca Adidas, cometiendo el error de entrenar en competición unas Asics Kayano.
Ángel, tenía un nivel infinito comparado con el de X, pero aún así decidió acompañarle hasta la línea de salida para poder salir juntos, comentándole constantemente anécdotas vividas a lo largo de sus quince años como corredor.
El momento más intenso para X fue encontrarse junto a quinientos corredores, todos tensos al tiempo que alegres, esperando el disparo de salida.
¿Qué hacer entonces? ¿ Salir despacio, es decir, tal y como entrenaba? ¿Salir más rápido para luego ir adaptando un ritmo más suave ¿ ¿Qué hacer ? Todo un torbellino de sensaciones se arremolinaban en la mente de X. Pero sabía una cosa: nada de lo que estaba ocurriendo en su vida tenía ahora importancia. Qué más daba que horas después volviera a encontrarse con su situación personal cuando ahora sentía todos sus sentidos a flor de piel, deseando que por fin se diera la salida.
De nuevo el frutero volvió a leer sus pensamientos. Le dio ánimos, al tiempo que le decía que ahora era el momento en el que debería de decidir verdaderamente.
-Si atraviesas esa línea estás perdido. Si no la atraviesas también, jeje.
Entonces, como si de un momento mágico se tratara, se escuchó un disparo sordo y a continuación una enorme marabunta de corredores, enfilando una misma dirección. No había vuelta atrás.
CIGARRAS Y HORMIGAS
Hace bien poco, en época de vacas gordas, producía sonrojo ser hormiga. Serlo desprendía una especie de hedor insoportable a perdedor. De hecho, todo el mundo se apuntaba al partido de la cigarra y ningún valor se concedía a las palabras de los antepasados cuando apostaban por el esfuerzo personal y el trabajo, visto como mal bíblico al tiempo que aconsejable.
Habiendo riqueza todo el mundo quiere su parte, que considera le es legítima y que le corresponde sin paliativos.
Pero, claro, llega el invierno para la cigarra. Y con la llegada del invierno ésta aporrea la puerta del partido de la hormiga e intenta asaltar sus despensas, llenas gracias a esa devoción por el esfuerzo.
No me cabe duda que España se ha convertido en una metáfora de la famosa fábula, con el añadido de que en nuestro idílico país los inviernos también eran prolijos en abundancia, ese cuerno que parecía tener dimensiones infinitas. Aunque todo se acaba.
En los últimos años nadie, ni particulares, ni empresas, ni administraciones públicas, nadie, se ha preguntado de donde provenía la riqueza. Simplemente, como ocurre con la fruta de los árboles, bastaba tan sólo con alzar los brazos y coger lo que se quisiera, sin importar ni su origen ni su destino.
Existiendo riqueza todos ganamos, afirmaban unos y otros. Se vendían bien los pisos porque siempre hay quien los compra, dijo un ministro y España es el país en el que es más fácil hacerse rico, dijo otro; había lista de espera para automóviles de alta cilindrada y se despreciaban los utilitarios; escaseaban las mesas de restaurantes caros y se ignoraban los menús; incluso los armarios estaban llenos de visones y otros derivados. Aunque nadie reparaba que nos estábamos pudriendo de éxito superfluo.
En definitiva, todo el mundo miraba hacia otra parte. El ciudadano porque pretendía alcanzar un nivel de vida infinito sin hacer preguntas y el potentado porque ya había roto el saco de la ambición hacía tiempo y no era época de remiendo alguno. Por su parte las administraciones públicas vivían una especie de orgía recaudatoria derivada de la venta de inmuebles y elevado consumo y si a algún jefe intermedio se le ocurría hacer preguntas era amordazado a la silla y puesto con los brazos en cruz de cara a la pared.
Y, en fin, -se decían- porque a unos cuantos descerebrados se les ocurra alzar la voz contra todo este desaguisado, no hay razón para detener la maquinaria de hacer dinero fácil.
Comenzó a sangrar por los poros el país más poderoso del planeta, justo en el momento en el que uno de los mayores artífices del caos dejaba la presidencia. Pero esa sangría no sería más que el preludio de una sangría a nivel universal que ya se acerca, según los expertos económicos, a la recesión. Y ya se sabe que no estando acostumbrados a ceder, recesión suena como una palabra maldita.
El premio Nobel de economía, Paul Krurgman, ha visitado recientemente España y ha dicho que el panorama es terrorífico para este país, que no se recuperará hasta que no lo haga la zona UE. Incluso ha comentado que sería precisa una bajada de precios y de sueldos, que es algo parecido a intentar convencer a muchos millones de cigarras a que introduzcan austeridad en su vida y sigan los pasos de las hormigas. Pero si se ha nacido para cigarra difícilmente se podrá vivir como hormiga.
Existen ciudades que pueden ser contadas y otras que tiene que ser visitadas para poder contarse. Entre estas últimas está París. No es...