Y allí hemos ido, con muchos amigos, a correr una prueba, en teoría, fácil. Fácil por su distancia y por su terreno. Diez kilómetros llanos transcurridos a lo largo y casi a lo ancho del pueblo.
Aún fuerte y confíado, sin planteamientos existencialistas. (Cortesía de Granada Fotos de Fondo).
Pero el correr se ha tornado existencialista. Existen determinadas actividades que realiza el ser humano a las que más vale no preguntarle su porqué. Actividades a las que es mejor no mirar a la cara y escrutarles con raciocinio porque pertenecen a otro mundo: al físico o al de las sensaciones, pero no al de la razón. Y mi principal error ha sido interrogar a este extraño ser en que se convierte un cuerpo, unas extremidades y un corazón, en misteriosa y perfecta conjunción, para llevar a cabo una actividad que no pertenece al mundo de las ideas y sí al de la acción.
Puedo jurar y perjurar que en los últimos años no he leído “La nausea” de Jean Paul Sartre, que el existencialismo no ha sido lectura de referencias en los últimos tiempos. Sí, he tenido un año nefasto desde el punto de vista atlético que se ha ido cobarde y traidor entre lesiones, baja forma y dolencias múltiples, un año que ha ido creando un poso sórdido que ha culminado en el inesperado suceso de hoy.
Dos kilómetros antes de detenerme, junto a Jesús Lens, cuando la mente aún no había dictado su veredicto, si bien ya lo estaba barruntando.(Foto cortesía de Meli).
Un corredor se detiene por lo general cuando acusa alguna lesión, alguna enfermedad o pierde la motivación por correr, pero por pocas cosas más. Y, sin embargo, esta mañana cuando transcurría el kilómetro siete y doscientos metros, aproximadamente, corriendo en ese momento a una media aproximada de 4,15 el kilómetro, la mente ejecutó una orden a todo ese conglomerado orgánico que se asocia misteriosamente para ponerse en marcha para correr: párate. Esa fue la orden. Seca, dura, exigente, sin discusión. Y todo mi ser se paró inmediatamente. Para más abundar, la mente lejos de arrepentirse durante unos segundos y emitir la orden contraria para comenzar de nuevo a correr, pareció esbozar una sonrisa, que probablemente era la que llevaba dibujada en ese momento en la cara. Un espectador preguntó en ese momento: ¿Te has lesionado? No, que va, respondí, casi alegre. Porque no había lesión alguna, al menos no había lesión física, pero sí es posible que hubiera otro tipo de lesión. Párate. Párate era la voz que reverberaba en ese momento, fría, ejecutoria, sin un atisbo de duda.
Una decisión descarnada, gélida como el metal, inexplicable como el misterio de la vida y tan transcendente para mí como pudiera ser un texto filosófico. Una decisión que te deja con la duda sobre el motivo y la razón de esa decisión salomónica.
A priori, pude encontrar una razón, mientras andaba taciturno por las solitarias calles en dirección a la zona de meta: comprobaba que no podía ir durante mucho más tiempo a 4,15 y decidí que no quería ir el resto de los tres kilómetros que restaban a 4,25. Absurda decisión, diréis muchos, sobre todo considerando que a 4,25 también habría motivos para estar satisfecho. Sin embargo, la explicación no es tan fácil. Ojala lo fuera.
La razón principal pudiera estar relacionada con aspectos de más trascendencia. Por ejemplo, haber perdido el espíritu de la competición o no saber cómo administrar esos tres últimos kilómetros. No saber el porqué de correr. Un vacío ontológico que no es fácil explicarlo fácilmente con las palabras. Sencillamente que el cuerpo y la mente conjuran en tu contra y ante eso nada puedes hacer, excepto una cosa: detenerse.
Lo que ocurrirá a partir de ahora no lo sé. No sé con exactitud si la competición ya ha acabado para mí totalmente o, si por el contrario, no es más que una etapa agotada que conlleva en su fuero interno un reinvento en la acción de correr. Como bien me decía al final, Francis Tovar, una autoridad en esto del correr: eso puede obedecer a alguna causa. Y esa causa es la que habré de buscar en los próximos días.