Dos imágenes de la subida: la primera muestra una de las múltiples rampas que hemos de subir, por la parte del parque natural. La segunda, la carretera de alta montaña nevada.
El escritor norteamericano Tobias Wolff afirma que "estamos hechos para persistir. Así es cómo descubrimos quiénes somos". Una frase repleta de sentido horas después de haber traspasado la línea de llegada en la estación de invierno de La Ragua.
Una prueba de 21 kilómetros largos en esta ocasión, según los GPS, que es imposible si se programa fríamente. De ahí que las palabras del escritor norteamericano tenga pleno sentido.
Porque se trata de persistir constantemente para intentar llegar a esa altísima meta en el mismo corazón del Puerto de La Ragua, una zona repleta de nieve muchos meses del año y que lleva dos años esperando que poco más de doscientos "inconscientes" corredores decidan visitarla, sin necesidad de emplear vehículo de motor alguno, por estas fechas.
Un proverbio chino atribuía la responsabilidad de un segundo engaño al receptor. Y aunque aquí nadie sale engañado desde La Calahorra, podría ser perfectamente aplicable la interpretación de ese proverbio. En 2008, esos doscientos y pico corredores fuimos a buscar sensaciones por un recorrido que sólo conocíamos sobre el papel. Y muchos cantábamos a los cuatro vientos que no íbamos a repetir. Por tanto, como receptores de esa segunda vez, no cabe pensar más que nuestra memoria es efímera como las hojas caducas de los árboles en otoño.
Volví a perjurar que no volvía, y lo hice en esta ocasión en la llegada, en voz alta y clara, ante un nutrido número de corredores y voluntarios, algo de lo que es testigo mi buen y ponderado amigo Gregorio, del que en pocos días sabremos su parecer de esta prueba. Pero a continuación indiqué que como había sido Concejal, me era perfectamente atribuible la frase mundana: "mientes más que un concejal".
Ahora sentado ante el portátil, cómodamente en casa, con el aire acondicionado adecuado, tras unas buenas viandas, un sueño reparador y la satisfacción que ofrece el deber cumplido, observo que la memoria se me difumina, aunque no quisiera dejar de recordar ese prolongado sufrimiento experimentado en las rampas de la carretera de alta montaña. Sé que eso se olvidará, como se olvida un dolor de muelas o el martillazo en un dedo, porque es lógico que el dolor se olvide, ya que de lo contrario no sería posible vivir. Pero, al menos, me gustaría que esa imagen de sufrimiento, corriendo en unas condiciones altimétricas imposibles, deje un mínimo poso y me haga más prudente, algo que valoro difícil, visto lo visto.
Unos días antes, aún con muchas dudas en mente sobre si debía correr o no esta prueba, arrastré a Mario a que se inscribiera y ambos lo hicimos justo cuando sonaba la campana. Días antes había observado cómo todo el entrenamiento que barruntaba para hacer esta prueba se iba haciendo añicos: no participé en la subida a Lanjarón, en la prueba de Órgiva, que es siempre una buena piedra de toque; no subí con Mario al Llano de La Perdiz, que siempre es un entrenamiento exigente; y para colmo dejé para la última semana un par de subidas al Torreón de Albolote, para no ir con lo puesto. Para colmo, el pasado viernes, dos días antes de esta prueba, tomé una decisión de lo más arriesgada: correr 14 kilómetros por la Vega de Pinos Puente, que me dejaron unas piernas muy cansadas, sin posibilidad de recuperación total.
Esas piernas cansadas que ya me ofrecían los primeros síntomas en la estrecha vereda que conduce a la carretera local de Aldeire, apenas recién iniciada la prueba de esta mañana. Unas piernas que me restaban la frescura deseada para afrontar con garantías las primeras rampas de ese bosque del entorno de Sierra Nevada que nos acogía con su rumor de naturaleza y sus arroyos cristalinos.
Y, con esas malas sensaciones, comencé la prueba. Totalmente asustado ante lo que me esperaba. Mucho más asustado por mi estado de cansancio que por el duro terreno que había por delante.
En esas condiciones de cansancio y falta de frescura, no es de extrañar que los casi 14 kilómetros anteriores a la entrada a la carretera de alta montaña se convirtieran en muy duros. Mucho más duros de lo que recordaba del año anterior.
En su momento, escribí en Diario de un corredor que esos primeros 13 kilómetros largos son bastante asumibles para un corredor que esté entrenado, pero no ha sido esa la sensación que he tenido hoy. En puridad, esta mañana, esas rampas rotas, probablemente por torrenteras de agua y nieve, me han hecho sufrir más de lo que recordaba, pudiendo haber perdido entre tres y cuatro minutos hasta la salida a la carretera con respecto al año pasado. Y es que no sentía frescura en las piernas y si falta esa frescura la respiración es más torpe y asimétrica. Sufrí. Pero ese sufrimiento -pensaba- no será comparable con el que aguardaba en los últimos siete kilómetros. Así de desolador era mi estado mental y físico en ese momento. Por tanto, era preferible no pensar y seguir alargando la zancada lo que se pudiera.
Con la salida a la carretera volví a experimentar que comenzaba otra carrera. Cambiaba la posición ergonómica de los corredores, se ajustaban gafas, camisetas, pantalones, gorras... y comenzábamos a asumir esas primeras rampas.
Para muchos corredores, esas primeras rampas son infernales. Sin embargo, para mí no eran más que el "hall" del infierno, porque éste se encontraba -qué paradoja- algo más arriba. Honestamente hablando, estas primeras rampas, en las dos ediciones de esta carrera, las he interpretado bien. Al menos, hasta el kilómetro 16. Por desgracia no es posible afirmar que entre el comienzo de la carretera -casi en el kilómetro 14 de carrera- hasta el 16, nos estemos refiriendo a un terreno benigno. En absoluto: se trata de un terrreno infernal, como decía, si bien, en mi opinión, los kilómetros que siguen al 16, hasta el 21, son la boca del infierno. No existe un milímetro de terreno suave, ni falso llano alguno. Tampoco lo hay entre los kilómetros 14 a 16, pero la acumulación de kilómetros a esa altura ya se va haciendo cada vez más patentes en las piernas, el corazón y la mente.
Y es cuando no piensas en otra cosa que en abandonar. Piensas en frases épicas como la de Dani: no hay dolor. O bien, intentas buscar la lógica de la subida. Una lógica que procuras hacerla fácil: un paso tras de otro. Pero son ecuaciones demasiado simples para tan arduo terreno. De manera que observas de pronto que se trata de una carrera con un gran componente de fuerza psicológica. Te dices que es probable que tus piernas, tus pulmones y tu corazón aguante, pero ¿y tu mente? ¿ Aguantará ésta el embite? ¿Sabrá interpretar este año lo que no supo interpretar el año pasado? ¿Has procurado entrenarla al tiempo que has entrenado el resto del cuerpo? Grandes dudas y grandes interrogantes. Difícil tarea de concreción en circunstancias tan adversas y con tan poco tiempo para pensar.
En mi opinión, la falta de solución a ese complejo galimatías es lo que hace que el corredor se detenga. Y mi gran preocupación en ese momento ya no eran las piernas cansadas -algo que a esas alturas ya me importaba poco-, ni el reproche por no haber entrenado con más antelación para esta prueba, no. Ahora el problema estaba en buscar un apoyo mental que me permitiera seguir corriendo.
Había bebido durante la carrera y había digerido perfectamente el gel para aumentar esa carencia de energía. Por tanto, si quería no volver a detenerme no había más opción que arrojar al vacío los interrogantes relacionados con el físico y centrarme en los relacionados con la psicología, con la voluntad de seguir corriendo, con el interés en llegar a meta sin detenerme.
La solapa de la gorra técnica Adidas me facilitaba no mirar extensamente las rampas que continuaban, así que la única preocupación sería mirar al suelo y buscar esa solución psicológica que me permitiera seguir. A esas alturas, ya digo, ya había olvidado, piernas y pulmones.
Enfrascado en esas cuitas iban asomando muy lentamente los carteles kilométricos. Alzas la vista y te encuentras el 18. Un ligero cálculo mental te indique que estás a tres kilómetros. Obviamente, a esas alturas no sabes que esta carrera ha constado de unos cuatrocientos metro más, información en este momento no precisa y deseable.
Sabes que tres kilómetros por esta carretera de alta montaña, nada tienen que ver, ni tan siquiera con subidas "más normales", pero eliminas inmediatamente ese pensamiento negativo para no entrar en obstáculos psicológicos. Así que sigues tu lento paso acumulando metros, hasta que aparece el kilómetro 19. Esos dos últimos kilómetros, son tremendamente duros. No observas otra cosa que curvas y más rampas. El sol está presente pero no te aflige en esas alturas. Además un viento a veces excesivo te aporta el frescor necesario. Pareciera nacido del espíritu de la nieve y que intentara resistirse a abandonar esos lares. Es un mal viento, pero sopesas que estando en el infierno como estás probablemente se trate de un benigno presagio.
Cuando llegas al kilómetro 20 confluyen en mi mente sentimientos ambivalentes: sabes que estás a poco más de un kilómetro, pero también sabes que ese kilómetro en estas pruebas se convierte en eterno y, sin lugar a duda, la mente que sigue influenciada por el diablo -no olvidemos que estamos en el epicentro del infierno- puede hacerte una mala pasada. Y vuelves a pensar en detenerte. Pero en este momento ni sería oportuno, ni congruente. Además, piensas en el después y en la batería de autoreproches que te devorarían el alma.
Pedro, amigo y seguidor de este blog, desde bastantes kilómetros atrás, tal vez consciente de que iba sufriendo, no paraba de animarme. Admirable su disposición, toda vez que él, sin duda, también debía ir tocado.
Cuando pasas por el cartel del kilómetro 21, comprendes inmediatamente que lo que restan no son 97 metros, pero ya ves el arco de llegada. En ese momento soy consciente que esperaba ese momento desde el año anterior, un momento que no pude saborear como hubiera deseado, toda vez que cuando lo visioné venía andando. Esa era la espina que me devoró durante días y que quería quitarme. Esa espina por la que me preguntó Víctor en la plaza de La Calahorra: ¿Te has quitado esa espina, José Antonio? La llegada en esta prueba es muy motivante. Sales del terreno de carretera y entras en una pequeña vaguada de tierra. Ahí está ese arco. Pedro iba unos metros más adelantado, mira para atrás y me hace señas de alzar juntar nuestras manos en la entrada, a cuyo gesto respondo.
Y una anécdota en la misma entrada. Nada más llegar, me dirijo a la parte posterior de un coche de la Guardia Civil - que por cierto ha hecho un excelente trabajo, junto al resto de otros cuerpos como Policía Local y Protección Civil, así como el numeroso grupo de voluntarios-, buscando sombra y apoyo, justo en el momento en el que llega un árbitro aludiendo que había entrado como una moto y no había podido tomar nota del dorsal ¿Entré como una moto? Tal vez por las ganas de llegar. Finalmente, un tiempo empleado de 2 horas, 10 minutos y algunos segundos, según mi cronómetro. Dos minutos menos que el año anterior, a pesar de haber corrido sobre cuatrocientos metros más. Satisfecho, pues.
Casi toda la plana mayor Verde ha corrido esta prueba, en tiempos coherentes con la forma de cada uno de ellos. Y el debú de Mario, que sé repetirá. Y las mejores palabras para Gregorio, que ha vuelto a subir al cajón como local. Increíble la marca de mi amigo Jose -Oliver-, que ha entrado el séptimo en la general. Y, lógicamente, saludar de nuevo a todos los amigos con los que tuve la ocasión de intercambiar unas palabras antes, durante y después de la prueba.
En la plaza de La Calahorra, con un calor de órdago, una vez nos bajó el autobús de la organización, comentaba con varios amigos que nada más que por esa cerveza Cruzcampo, fresquísima, merecía la pena subir a La Ragua. Por tanto, si hay cerveza, podríamos dejar lugar a la duda para valorar si vuelvo a "subir" el próximo año. Pero antes hay que olvidar.