A las Administraciones Públicas se les ha ido la mano en materia de
personal. O mejor dicho: se les ha ido la mano a los políticos que las dirigen.
Olvidaron pronto lo que preceptúa la Constitución en materia de acceso a la
función pública y con el paso de los años han ido construyendo un rompecabezas
del que ya no es fácil salir. Para buen ejemplo de este dislate está el caso de
Andalucía, que podría pasar por ser el más escandaloso de este Estado
agonizante, que ya tiene su mérito.
Aquí en el sur, la Junta de
Andalucía comenzó hace lustros a deteriorar de forma voluntaria su propia
función pública por la vía de los hechos consumados. Inicialmente, ese
deterioro comenzó lento y pausado: se iban creando diversos entes y empresas
públicas, que pocos sabían para qué servían ni cuál era el sistema de acceso;
algo paradójico, porque ya se contaba con una Administración potente, poblada
de funcionarios y personal laboral. Empleados públicos -provenientes del
Estado, ayuntamientos y propios- más que suficientes para cumplir con las
tareas encomendadas por el Estatuto de Autonomía en los distintos sectores de
actividad, excepto casos puntuales de necesidad coyuntural. Es más, en la misma
medida que se creaban cada vez más entes y empresas públicas de dudosa
legalidad y utilidad, continuaban aprobándose las preceptivas ofertas de empleo
público y los concursos de traslado, que son los mecanismos reglados para el
acceso y la promoción en las Administraciones Públicas. Luego, habría que
preguntarse sobre el por qué de esa persistencia continuada en configurar una
Administración paralela a toda costa y coste.
En un primer momento, esos
entes no eran muchos y pasaban muy inadvertidos para la opinión pública e,
incluso, para el propio empleado público, pero la cada vez más desenfrenada
creación de éstos por parte de cada uno de los distintos gobiernos andaluces
generó en pocos años una superestructura –Administración paralela- que a día de
hoy se levanta como un 'leviatán' de enormes tentáculos y que ya nadie puede
-ni quiere- controlar. Cada consejería se convirtió en una especie de Reino de
Taifas y como si se tratara de una bola de nieve que va aumentando su volumen a
cada paso, esa Administración paralela no ha hecho otra cosa que engordar y en
su anárquico transitar ir devorando el presupuesto en materia de personal, que
ya de por sí cuenta con magros créditos consolidados para abonar las nóminas de
los verdaderos empleados públicos (todos aquellos, que de una forma u otra
-oposición o concurso-oposición- han ido accediendo a un puesto público de
acuerdo con la legislación vigente, que nos guste o no es la que hay).
Así las cosas, la propia Junta de Andalucía,
consciente de que esa gran bola de nieve podría acabar por hacer tambalear el
propio equilibrio institucional, no se le ocurrió otra cosa que iniciar una
huída hacia delante aprobando en 2010 una pretendida reordenación del sector
público andaluz a través de una excepcional y silente herramienta jurídica, el
Decreto-Ley, que luego fue convalidado en el parlamento andaluz por la vía de
la Ley ordinaria. Esa reordenación se basa en la figura de la agencia,
emulando, tal vez de manera torticera, algunos modelos de función pública de
países de nuestro entorno europeo que, jurídicamente, nada tienen que ver con
el nuestro. A esa norma los empleados públicos y la mayoría de la prensa
andaluza y nacional la conocen como la ‘ley del enchufismo’.
La idea que se barajaba en
los altos despachos de la Junta era muy clara: aprobar protocolos con el fin de
integrar en esas pretendidas agencias a propios y a extraños; es decir, a los
empleados públicos y al personal contratado de esos entes y empresas públicas.
Pero no advirtieron, o no quisieron advertir, que ese personal contratado no es
empleado público porque no ha accedido a la función pública por las vías
legales de acceso a la misma; además, al no disfrutar de la condición de
funcionario de carrera carece de la potestad administrativa necesaria que
exigen las normas administrativas para ejecutar ciertos actos. En puridad, y a
solicitud de los propios empleados públicos (que contrataron a dos prestigiosos
despachos de abogados andaluces con sus propios recursos económicos, sin
subvención ni nada), es lo que está manteniendo, a través de distintas
resoluciones, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TSJA
–descentralizada en Granada, Málaga y Sevilla-, que reiteradamente vienen a
advertir que esos protocolos de integración son un claro atentado jurídico al
sistema de acceso a la función pública vigente. Pero lejos de derogar de una
vez por todas esa ley de reordenación, la Junta de Andalucía continúa en su
empeño reformador sin que a estas alturas los andaluces sepamos aún el motivo
de tal perseverancia jurídico-política, denostada tanto por el Poder Judicial
en Andalucía, los propios empleados públicos, la mayoría de los medios de
comunicación, los sindicatos sectoriales y profesionales de la función pública
y el partido mayoritario en el parlamento andaluz.