Hoy me he congraciado con la naturaleza. Si alguna vez he podido ser cruel con ella, arrojándole productos inorgánicos, destruyendo su flora por no poner el suficiente cuidado, vertíéndole aguas fecales o, sencillamente, no siendo sensible y exquisito en el trato, hoy me he congraciado con ella.
Se podría decir que he firmado un hipotético armisticio, una carta de naturaleza en la que al modo íbero cada parte se ha llevado su mitad.
Resulta que esta tarde, a eso de las 14,00 horas, a la hora anárquica acostumbrada de los domingos, salía a correr por una ruta de 16 kilómetros uniendo caminos entre Pinos Puente y Fuente Vaqueros. Pero presentía más que vaticinaba que marcando el termómetro del coche 1 grado sobre cero y estando el cielo completamente repleto de nubes la nieve podría hacer aparición de un momento a otro.
Mientras me enfundaba la braga en el cuello y ajustaba el gorro de lana Nike en la cabeza comenzaron a caer los primeros copos de nieve con una periodicidad discreta, casi inexistente. Sin embargo en los primeros cien metros de la ruta esos copos fueron aumentando su tamaño y vigor.
De esa forma comenzaba hoy mi odisea nevada. Y creedme, ha sido un privilegio. Había corrido bajo la nieve, pero jamás había hecho una ruta de 1 hora y 20 minutos en la que no haya cesado ni un sólo segundo de nevar. Todo lo contrario.
En el momento en el que escribo, casi las siete de la tarde del domingo 10 de enero de 2009, Granada y alrededores están completamente nevados. No es posible vez ni un sólo centímetro de acera y la terraza de mi piso ha adquirido un color blanco precioso. Pero cuando daba los primeros pasos en mi ruta de hoy aún no había ni un sólo centímetro de nieve en los angostos campos de la Vega. Ese manto blanco se ha ido extendiendo a medida que mis piernas, corazón y pulmones iban acumulando kilómetros. He sido, por lo tanto, testigo de excepción.
Pero comencemos por el principio.
Tras los primeros copos a los que me refería, en el primer kilómetro me detuve para ajustarme la malla y comprobé cómo la nieve cada vez era más copiosa. Mis ojos se fijaron en el horizonte, en la dirección que correría, y comprobaba como una densa capa cubría los cortijos y secaderos de la Vega.
Ese es un momento psicológico. Estás perdido en mitad de la nada, sin presencia humana alguna y sabes que tienes por delante 15 kilómetros en medio de esa nevada que va aumentando cada minuto.
Son los momentos en los que la mente te dice que estás a un kilómetro del coche y deberías regresar, pero las piernas obedecen a otras razones y empujan hacia adelante, de manera que cuando aún no había acabado de tomar la decisión ya me encontraba corriendo en busca de esos quince kilómetros restantes.
Comprobaba cómo la nieve, tras la primera capa de agua ya iba quedándose en las ramas de los árboles y cada kilómetro corrido coincidía con una mayor presencia de blanco a ambos lados del camino por el que avanzaba.
A los treinta y tres minutos de recorrido me encontraba en las puertas de Fuente Vaqueros y tan sólo contemplé en la calle a una niña que se disponía a amontonar nieve en el jardín de su casa con la idea más que predecible de hacer un muñeco de nieve. Mientras tanto en los bares que circundan al paseo central del pueblo, presidido por una estatua del poeta, los parroquianos apenas se asomaban a las puertas de los bares en los que con toda probabilidad tomaban un carajillo y una copa de coñac.
En esos momentos no pasa por tu momento ningún atisbo de heroicidad, aunque el que te observa considere y tu deduzcas por su mirada que está viendo pasar a un tipo un tanto excéntrico.
Pero lo que probablemente no sepan es que tu eres corredor y que correr es la esencia y todo lo demás la anécdota.
Pasado el pueblo de Fuente Vaqueros enfilaba la carretera que conducirá mucho más adelante a la Carretera de Córdoba y que en un par de kilómetros posibilitará desviarme por un camino casi inédito, recién descubierto y que sirvió al grupo de Las Verdes para hacer la ruta de la "Mañanavieja".
Ese camino me gusta por su silencio y quietud. Perdido como está en la mitad de la Vega me transmite excelentes sensaciones. Pero hoy no eran sólo buenas sensaciones sino algo más: si las palabras fallan en su descripción, intente el lector imaginarse un campo totalmente blanco y unos chopos nevados junto a los que discurre una decimonónica acequía que confunde su rumor con el silencio típico de la nieve.
Unos kilómetros más adelante, vuelvo a penetrar por el Camino Real, que en su larga recta deja contemplar una Vega ya completamente blanca y misteriosa.
La nieve, lejos de remitir, era ahora más abundante y necesitaba retirar la braga de la boca y respirar abiertamente. Pero los copos ahora remansaban suavemente hasta estrellarse en el camino como si allí la nieve fuera ya propia del paisaje. Todo era tan blanco que sobrecogía. Pareciera que ahora la naturaleza comenzara a congraciarse con aquel corredor que la había desafiado en su prueba más cruel. Si antes los copos se estrellaban en la cara, ahora con suavidad resbalaban por ella. Me pareció percibir un guiño de complicidad de la madre tierra.
Mi vista no paraba de otear todo lo que podía abarcar, pero mis sensaciones físicas lamentablemente no eran las más adecuadas. Digo lamentablemente porque unas buenas sensaciones unidas a ese espectáculo natural hubieran provocado un cataclismo emocional.
Minutos más adelante un coche conocido me insistió en que me montara, ajenos a mi disfrute y privilegio. Grité, creo que con emoción, que no me privarán de ese privilegio. Sospecho que el matrimonio amigo que ocupaban el vehículo no llegaron a comprenderme y continuaron su camino.
A la altura de la Alquería de Alitaje las dos casas que ocupan la orilla derecha del camino mostraban un jardín tan inéditamente nevado que inspiraba ternura y unos gorriones, ajenos al frío, buscaban algo que echarse al pico. A esas alturas el frío era intenso y pareciera que los gorriones y yo éramos las únicas criaturas existentes en el mundo.
A falta de un par de kilómetros para llegar a Pinos Puente, el frío era más intenso y me sentía mojado. Llevaba más de una hora y cuarto mezclado con la nevada y la naturaleza ya había decidido que nuestro armisticio era sólido.
Cuando llegué al coche percibí el sentimiento puro de que aquello que me había ocurrido era un privilegio y que sin dudarlo lo volvería a repetir en cualquier momento. Ya digo, correr es la esencia y todo lo demás la anécdota.