Escribía hace unos días sobre la corrupción del PP. Y, decía, que esa travesía del desierto que ahora atraviesa el partido de Mariano Rajoy ya había sido pasada por el partido de Zapatero. Son los dos grandes partidos del mapa político español. Partidos que, más allá de la política, extienden telescópicamente sus tentáculos a otros mundos menos prosaicos que la política misma. Partidos que por ser los más poderosos gobiernan en infinidad de municipios, gobiernan comunidades autónomas y se alternan cada pocos años en el gobierno del país.Y si a toda esa mezcla peligrosa unimos la situación por la que ha atravesado España en los últimos años, esa mezcla se convierte en explosiva.
Sin embargo, no pensemos que no existe corrupción en otros partidos. Ésta existe en todos, pero no todos tienen el poder necesario para que esa ese gusano se haga fuerte. Mantenía entonces y mantengo ahora que es erróneo pensar que son los partidos en sí quienes están podridos por el gusano de la corrupción. Si así fuera, deberíamos de inventarnos otros sistema y no sería sostenible una sociedad que se autodenomina democrática. Por tanto, sino queremos caer en el desánimo colectivo, debemos pensar que la corrupción ha penetrado en organismo de determinados elementos de estos partidos y de adláteres cercanos. Porque si esa corrupción afectara a sus propios dirigentes y responsables públicos, la ley no deberá ser mojigata ni débil.
Pero ¿cuál es el camino que lleva, por ejemplo, a un concejal a corromperse? A cuenta de esta pregunta escribí hace un año aproximádamente un artículo para Ideal que se denominó "El arduo camino de la corrupción", un artículo escrito, básicamente, a raíz del "caso Marbella", pero que representaba una reflexión general y que, creo, puede venir bien a cuento de este asunto. Si os apetece leerlo os dejo con él:
EL ARDUO CAMINO DE
No deja de ser curioso que aún poseamos capacidad de asombro ante la avalancha corruptora que chirría en nuestras cabezas. Ahora que el “efecto Marbella” hace estragos en determinados consistorios y los concejales de urbanismo son mirados como apestados, los ciudadanos que no poseemos cargo alguno nos rasgamos las vestiduras, lamentando que quienes hoy se corrompen ayer eran nuestros vecinos más idealistas y más ilusionados por hacer cosas por nuestro pueblo, ciudad o barrio, a los que saludábamos con honores de césares y a los que de vez en cuando acudíamos por si pudieran hacernos algún favorcillo. Dieron el primer paso para entrar en política, acudieron un buen día a afiliarse a un partido, tuvieron que emplear horas infinitas de su tiempo, de su trabajo, de sus estudios, del tiempo de su familia para, por fin, después de muchos sin sabores y algún buen sabor, alguna que otra puñalada política y restos de amigos dejados por el camino, colocarse, en un buen número, en una lista local con opciones para las próximas elecciones municipales. Debieron participar activamente en la campaña y dejar de nuevo de lado su tiempo, su trabajo y su familia. Y si su trabajo radicaba en la empresa privada contaban con muchas posibilidades de perderlo para siempre, porque pocos jefes admiten que su empleado desaparezca del proceso productivo en pos de su vocación política cada vez que los jerifaltes del partido le llaman al móvil. Otra cosa sería trabajar en la res pública. Luego tuvieron que participar en los diversos mítines y actos públicos que programa el partido y aprender a dar voces en esos actos; aprender a modular el tono de voz para arrancar unos ovejeros aplausos (algo que sólo han hecho bien en este país dos o tres políticos, a lo sumo); aprender a estrechar la mano aparentando serenidad y calidez en el rostro mientras se mira al votante potencial; aprender a comprometerse sin llegar a comprometerse. En fin, a trazar toda una metódica carrera para llega alto. Probablemente sea un tipo idealista, muy convencido de su vocación, que ya ha demostrado sobradamente en los enésimos años de delegado de curso en el instituto y otros tantos de presidente de la comunidad de vecinos, seguramente provisto de sinceros sentimientos de emoción al contemplar cómo el pueblo que lo ha visto nacer ahora lo ve de concejal o de alcalde, luego ¿qué proceso ha tenido que operar para que nuestro hombre o mujer llegue a corromperse? ¿El dinero? ¿El poder? No es fácil llegar a saberlo, pero quien ha estado en algún cargo público en alguna ocasión podría ratificar conmigo que casi todo alrededor parece pensado para él; que en su entorno más próximo pululan palmeros y gente insincera que adula para obtener ventaja y que regala para ser regalado; y desde ahí hasta la arrebatadora puerta que traspasa esa perniciosa frontera de lo ajeno solo dista un ápice.
Muchos pensarán que la persona que acaba revolcándose en el fango de la corrupción ya tenía totalmente proyectada su meteórica y particular carrera. Es posible, pero no soy de esa opinión. Podría ser que en algún caso de alta dosis de ambición y frialdad así fuera, pero en la mayoría de los casos no. Otra cosa distinta es que, igual que muchos y muchas jóvenes consideran viable hacerse famoso y hacer dinero rápido por la vía del protagonismo ramplón en la programación basura poniendo barata su dignidad en el mercado, sin tener que pasar por una facultad o un curro para conseguir nada más que humillaciones laborales futuras, pudieran darse las circunstancias, ya digo, con determinación gélida, que algunas personas opten a cargos públicos con la idea de forrarse, tal y como parece comentó uno de los políticos más conocidos del país ahora en la oposición, pero de ahí a generalizar va un abismo. Ahora bien, tampoco es positivo para el funcionamiento normal de las instituciones generalizar en el sentido en que lo hace la voz popular que afirma que se está ahí para forrarse. Quizá lo que ahora esté ocurriendo en España no sea más que la consecuencia de lo que tarde o temprano tenía que ocurrir; ha ocurrido en muchos países antes que en el nuestro. Lo grave realmente es que esa práctica se convierta en generalizada y cotidiana, que la fuerza de la costumbre sea superior a la fuerza de la ley, sin que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial arbitren medidas muy contundentes y precisas. Lo ocurrido en Marbella, que era como la trama de la excelente novela de Gabriel García Márquez “Crónica de una muerte anunciada”, podría considerarse como una desvergüenza que ayudará a solucionar otras desvergüenzas que vienen y vendrán por el camino. Habrá más casos de corrupción o se investigarán nuevas implicaciones en los distintos contenciosos abiertos por todo el país. Caerán y rodarán cabezas y – esperemos – las cárceles se llenarán de cuellos blancos. Pero todo eso no será más que el proceso necesario para que en un futuro próximo tengamos políticos más honestos, leyes más contundentes y jueces más valientes, que es tanto como pedir que nosotros, los ciudadanos, consideremos en serio que tenemos que cambiar el rumbo de las cosas y elegir mejor a los usufructuarios del poder. El coste será grande pero necesario.
Otra cosa distinta podría ser la respuesta que demos los ciudadanos en las urnas. Lo previsible será – también ha ocurrido en otros países – la existencia de una mayor abstención producto del desencanto ante el asqueo persistente de cada día, pero ese también será un proceso lógico ya que todos somos copartícipes de hacia donde queremos dirigirnos. Y no será más que el camino necesario que habrá que recorrer para optar a la candidatura de país serio y convencido de su Derecho. Si todo este zoco urbanístico, que sonroja al más deshonesto, sirve para transformar este mecanismo político tan pernicioso y nocivo habrá que considerarlo como un mal necesario. Pero, claro, para eso habrá que tener voluntad de cambiar y que nuestros ojos sean capaces de otear otros horizontes menos plagados de euros fáciles.