
En varias ocasiones escribí en el desaparecido Diario de un corredor sobre el mal matrimonio que forman entrenamiento-eventos sociales. Lo sabemos todos los corredores. Sabemos que suelen ser acciones antagónicas, contrarias, nacidas para no mezclarse, condenadas a no entenderse.
Al menos, tal y como están entendidos los eventos sociales en nuestra cultura, en la mayoría de las culturas. Llenos éstos de estímulos gastronómicos y rebosantes de espiritualidad líquida, jamás podrán casar con una dedicación estable al entrenamiento. Y para nada hablo de la incompatibilidad entre dichos eventos y el atletismo de élite, que es otro cantar, sino de la dificultad de ensalzar esos eventos con la básica dedicación del corredor aficionado. En ese ámbito también existe esa incompatibilidad.
Los corredores aficionados -estoy comenzando a eliminar el concepto "popular" que nada me gusta-, solemos entrenar tres, cuatro y hasta cinco días a la semana. Y, entre estos días, es necesaria la recuperación, el descanso necesario para afrontar el nuevo entrenamiento. Un entrenamiento que nos exigirá esfuerzo, sin duda. Luego, si en esos intervalos mezclamos algún evento de este tipo, el resultado del siguiente entrenamiento -y no digamos de la nueva carrera- no puede ser otra cosa que desastroso.
Incluso, por poco que "abusemos" en ese evento X del comer y del beber exagerado, propio de estos encuentros, el resultado seguirá siendo, como mínimo, distorsionador, máxime si tenemos una carrera al día siguiente.
Fue lo que me ocurrió el pasado sábado. No pude evitar la asistencia a uno de esos eventos -porque somos seres sociales, con unas relaciones preestablecidas, con un pasado, una historia; seres que no vivimos en una choza en mitad del campo, ni somos eremitas adscritos a religión o movimiento filosófico alguno-, y a pesar del control consciente en todo momento, nada ni nadie pudo evitar asistir a tal evento un mínimo de ocho horas, en las cuales se come, se bebe -cerveza-, se habla, te cansas..en fin, en resumen, te apartas del descanso imprescindible que sería necesario para subir nueve kilómetros de cuestas y bajar otros nueve, entre Órgiva y Lanjarón, un 31 de mayo, con un sol de órdago.
En fin, que despiertas a la hora adecuada para preparar la bolsa e inmediatamente sabes que no estás, no ya para subir esos kilómetros, ni tan siquiera para hacer una rutinaria ruta de trece kilómetros por la Vega.
Efectivamente, esa ruta la haces más tarde, cuando los efectos van atenuándose, pero compruebas en los primeros kilómetros que la decisión de no competir esa mañana ha sido la más sensata.