
Desde un primer momento, al ver la fotografía, se me antojo que era una perra, aunque no existe ningún dato objetivo que permita sostener tal afirmación, si acaso la envoltura de la mirada y el abatimiento sostenido en las patas traseras, escondiendo el rabo entre las piernas, aunque admito que estos datos también podrían ser patrimonio genético de un perro.
La fotografía pudimos contemplarla hace unos días en este mismo diario, como imagen gráfica de la noticia que denunciaba el trato denigrante dado a unos canes en la localidad de Albuñol. La noticia es sobrecogedora, pero lo que realmente atenta contra el material de que están fabricados los sentimientos del ser humano es la mirada – sigo manteniendo – de la perra. Estremecedora la mirada casi humana, y si no fuera por los sesudos estudios zoológicos que afirman que los animales no piensan o al menos no lo hacen en los términos con que lo hacemos – en algunos casos- los humanos, me atrevería a afirmar que sus pensamientos están en la órbita de la nostalgia, la tristeza y la desolación, reflexionando apenadamente sobre lo que pudo ser y no ha sido la vida de los cachorros que yacen inertes delante de ella. Cachorros que se me antojan, a tenor de la mirada que les profesa, que eran suyos y ya no son de nadie.
Otro elemento que me subyugó de la foto es la posición sentada del animal que contempla. No existe en sus patas traseras acción alguna, más bien abatimiento, desgana y entrega. Incluso su rabo no existe. Está escondido a la manera que lo esconden los perros que se entregan a su agresor sea animal o humano. Escondido por miedo.
El gesto – definitivamente – de la perra no ofrece batalla a la esperanza y su presencia bien podría considerarse un último homenaje hacía sus cachorros. No existe odio contra nadie ni contra nada, sólo aturdimiento.
De esa foto – cuya alma ha sabido extraer la persona que fotografía y que guardaré - bien podríamos aprender los humanos, porque es una escena de duelo elegante, sin aspavientos, pero con todos los ingredientes necesarios para la tristeza. Es la imagen del dolor, sin duda.
Desconozco si los responsables municipales han solucionado el problema del sufrimiento gratuito infringido a los perros abandonados en este municipio, pero para muchos el problema ya no será otro que el de la conciencia y el recuerdo de la mirada de esa perra, ante los cuerpos sin vida de sus más que probables cachorros.
Esta escena debería de ser una lección que jamás aprendemos. Similar mirada también la hemos contemplado muchas veces en otros animales. Sin ir más lejos, en los toros. En alguna ocasión me ha parecido ver unos ojos similares – aunque más soberbios- en el animal que pocos minutos después, picado, linchado y ensangrentado, va a morir ante cientos de personas, millones si la corrida es retransmitida por televisión. Está el animal solo con su mirada y su miedo ante la efusiva alegría de millones de personas. No sabemos que podrá sentir el animal – hasta ahí no ha llegado aún la zoología-, pero sí sabemos lo que sentimos otros muchos cuando nos toca vivir en un país que hace de su fiesta nacional la lapidación y destrozo de un noble animal.
Por lo tanto, estamos en el país propicio para contemplar la escena de la fotografía y no despotricar de la condición humana.