Playa de Velilla. Fotografía de José A. Flores |
He estado en Almuñecar para participar en la prueba de fondo anual y tras recorrer gran parte de la población corriendo, posteriormente, lo he hecho en coche y paseando. Tras acabar la prueba, no deseaba quedarme hablando de la carrera (tras correr lo que menos quiere uno es seguir hablando de correr) y he optado por embelesarme con la ciudad más turística de la llamada Costa Tropical, que se corresponde con el litoral de la provincia de Granada.
Un embelesamiento que se consigue si la visita no se hace en los meses de temporada alta, porque la antigua Sexi fenicia gana mucho cuando no hay veraneantes. Todos nos consideramos únicos, es lógico que sea así, y tomados de uno a uno no nos consideramos masa, pero lo somos si coincidimos con otros miles; otros miles de muy distinto pelaje, de muy distintas costumbres y hábitos, los cuáles se relajan y vulgarizan en periodo de vacaciones. La suma de todo eso hace que Almuñecar -y casi cualquier ciudad costera señalada por la vara mágica del turismo- sea totalmente insufrible en los meses veraniegos.
Pero fuera de esos meses se convierte en una población con encanto natural, a pesar de las barrabasadas que han ido implementando los alcaldes que se han sentado en la poltrona municipal (en el caso de Almuñecar ha sido uno, casi siempre). Por tanto, hoy he disfrutado de una magnífico paseo por la antigua ciudad de origen fenicio. Y gracias a su poca gente he podido observar con deleite ese mar mediterráneo que llega rebosante y tranquilo hasta sus puertas; un mar al que observo un progresivo cambio de color en función de la luz del cielo: azul cuando sale el sol; gris cuando se ha nublado. He recorrido su costa de punta a punta; he visto sus vistosos restaurantes y chiringuitos y he observado el mar cuando llega espumoso a las piedras de la playa (no es una costa de arena).
Desde la naturista Playa del Muerto, mirando hacia la zona oriental, el color del mar se metamorfosea con el cielo creando matices de colores sorprendentes. Fotografía de José A. Flores |
El mar de la vertiente occidental de la Playa del Muerto ofrece un tono de luz algo más azul contagiada por el cielo. Fotografía de José A. Flores |
En la Playa del Muerto he observado cómo las gaviotas andaban tranquilas por la orilla, acechando la presencia de algún pez que se acercara a la misma orilla; de pronto, las he visto planear a ras de mar para volver de nuevo a la orilla, disfrutando de un ejercicio que probablemente no han podido hacer en los últimos meses.
Las gaviotas se sienten dueñas del territorio y del mar en estos meses de ausencia de veraneantes. Fotografía de José A. Flores |
La poca presencia de gente posibilita que no exista apenas ruido, tan sólo el de las olas cuando rugen tímidamente al tocar tierra. Y los pocos paseantes por el paseo marítimo mostraban un sosiego que es imposible en los meses anteriores. Seguramente, esos paseantes son de otro material y aguardan a que la masa se diluya para tomar ellos el relevo. Lógicamente, viéndoles pasear tranquilos yo los prefiero a los anteriores.
Me agrada extraordinariamente saber que puedo aparcar el coche donde desee. Observar un vista bonita y detenerme a contemplarla; oler un buen olor a cocina y otear el establecimiento para tomar unas cervezas y unas tapas. Pero, sobre todo, pasear por la orilla de la playa. Un ejercicio tan sencillo, que se convierte en imposible en temporada alta.
Almuñecar tiene castillo, -el de S. Miguel- y contemplándolo en su soberbia ubicación, uno puede comprende la motivación de las diversas civilizaciones por tomarlo. La perfecta visualización del mar desde sus almenas lo convirtieron en enclave único. No está clara su procedencia fenicia, pero es probable que en el periodo púnico ya estuviera construido. Pero fue el genio arquitectónico árabe el principal culpable de su existencia. No en vano Abderramán I penetró en la península por la costa sexitana en el año 755 de nuestra era. Fue adscrita administrativamente a la Cora de Elvira, ciudad importante que estuvo ubicada en la ladera de Sierra Elvira, entre Pinos Puente y Atarfe.
Ciudad codiciada por la civilización romana por su ubicación y su sólida industria del salazón del pescado ya asentada en periodo fenicio. Impronta que se deja ver en los diversos restos romanos -acueducto incluido- que han aflorado en la ciudad, que llegó a tener moneda propia.
Hoy día, muchas de estas arquitecturas del pasado se ha perdido por el paso del tiempo y la constante agresión turística e inmobiliaria, pero otras muchas se conservan. Y en días como éstos, sin la masiva presencia de veraneantes, es posible disfrutarla.
Desde el chiringuito de Velilla las vistas diáfanas de la playa y la costa son fantásticas. Ojalá fueran posible todo el año. Fotografía de José A. Flores |
Me dirijo hacia la zona de Velilla, centro turístico masificado por excelencia y la encuentro casi solitaria. De esa forma es una delicia pasear por su playa y contemplar a lo lejos cómo se dibuja la costa en dirección a Salobreña. Descubro un chiringuito-restaurante que me ofrece casi todas su mesas con vistas a la playa libres y allí me siento a tomar unas cervezas. Lo que tengo en frente es el ancho mar Mediterráneo que ahora posee un bellísimo color grisáceo y me digo que sería ideal que este espectáculo de vistas y tranquilidad se pudiera disfrutar todo el año.
Cuando enfilo la carretera ya puedo ver a lo lejos Salobreña. La antigua carretera -que lo será mientras no haya autovía- es peligrosa pero su ubicación es preciosa. Desde el coche se observa como un balcón gran parte de la costa granadina y Salobreña te saluda desparramando sus encaladas casas por ese promontorio que preside su fértil vega y el mar y en cuya cúspide se dibuja el famoso castillo árabe metamorfoseado con la roca. Y es que en realidad, me digo mientras conduzco, Granada posee una costa única, que la distingue de las propias de las provincias limítrofes. Una costa que desde La Herradura hasta La Rábita-El Pozuelo atesora matices distintos y únicos y que, por suerte, no está aún tan mancillada y desarrollada (desarrollo en España equivale a destrozar impunemente el paisaje en pos de la economía salvaje, la cual favorece tan sólo a unos pocos: los especuladores y los políticos) como la de su vecina malagueña. Bendita crisis, me digo.