El otoño. Esa estación tan especial. Los árboles desnudos, las hojas caídas, la luz melancólica...Unas zapatillas, algo de abrigo y tus piernas, tu corazón y tus pulmones..
Si no habéis tenido la ocasión de leer en la edición en papel de Ideal mi artículo de hoy, aquí lo reproduzco.
CORRER EN OTOÑO
Si
hay una estación en la que me guste correr, ésa es el otoño. Disfruto corriendo
todo año -y ya lo hacía con regularidad mucho antes de que se pusiera tan de
moda- pero en otoño correr es distinto.
Es posible que sea la luz especial
del cielo o el amarillo marchito de las hojas de los árboles, aunque estoy casi
seguro que lo que realmente hace del otoño una época especial para correr -y
para vivir- es la dulce melancolía de sus días. Todo ese lento despliegue de
colores y olores que se pueden sentir a cada paso.
Si recorres un camino, lo encuentras
alfombrado de pobladas y apretadas hojas, hasta el punto de no dejar ver ni un
palmo de tierra; y si atraviesas un pequeño puente y observas el manso fluir
del riachuelo que hay debajo, escuchas el sordo rumor del agua y eso hace que
te sientas integrado y desintegrado al mismo tiempo en esa naturaleza tan
incipiente a primera vista.
Es el mismo riachuelo que has visto
en verano y en primavera, incluso en invierno, pero al mismo tiempo es otro. Y
es entonces cuando te dejas llevar por tus pasos y te ilusiona pensar que a la
vuelta volverás a presenciar de nuevo el espectáculo del rumor del agua bajo
tus pies. En esas circunstancias tan excepcionales, ni encarar las cuestas se
convierte en suplicio alguno.
Y si te adentras en terreno de la
Vega, en algún lugar entre los términos municipales de Pinos Puente y Fuente
Vaqueros, que no ha sufrido los atroces atentados de la urbanización, el placer
para la vista es inigualable cuando presencias en lontananza las desnudas
alamedas bajo ese color otoñal tan peculiar. Transitas por caminos de tierra
cubiertos de hojas secas y húmedas y el silencio es tan sólo interrumpido por
el crepitar de las mismas al ser aplastadas por los pies. A todo este
espectáculo para los sentidos se suele sumar el humilde y emocionante olor a
leña quemada de los cortijos, tan propio de esta época. Pocas cosas son tan
hermosas si lo que te gusta es correr o, tal vez, dar largas caminatas por ese
entorno.
En otras ocasiones, por lugares
menos yermos, lo que contemplas es lo
que ya te sabes de memoria: el breve cerro, rocoso y pelado, que cambia de
aspecto cuatro veces al año, dependiendo de la estación. Sin embargo, en otoño
no sólo cambia sino que sus tonos
grisáceos lo convierten en otro distinto. Alojas la vista en él y te cuesta
reconocerlo.
Como cuesta reconocer la vereda del
río que estás acostumbrado a ver todo el año. Ésta ahora es más íntima, y eso
es porque en otoño todo es más transido y
efímero. Nada rebosa vida como sí lo hace en primavera, pero al mismo
tiempo hay mucha vida en toda la naturaleza que vas contemplando; una vida casi
decadente, a punto de extinguirse, pero que contiene esa vitalidad de la que
carecen los cuerpos cuando van a marchitarse. Todo muy extraño.
Y si hay un momento aún más extraño,
ése es el del ocaso. El negro manto de la noche no llega de golpe como en el
invierno, porque en otoño en el horizonte las nubes dibujan un color anaranjado
como si aún tuvieran nostalgia del verano. Y cuando cae la noche, en ocasiones,
ésta es oscura y en otras la brillante luna le confiere una luz casi
primaveral.
Todas esas cosas tan dispares tan
sólo es posible contemplarlas en otoño. Mientras corres.
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