27 agosto 2012

RELATOS BREVES DE VERANO

 LA ESTATUA



Cómo es fácil deducir, a las tres de la tarde de un día de agosto, pocos humanos poblaban las calles, pero allí estaban en mitad de aquella plaza del centro de la ciudad ese par de turistas consultando su guía, con sus gemelos y cuellos preocupantemente sonrojados, con su piel casi transparente a punto de ebullición. Pero, sin duda, interpretarían esas seguras quemaduras cutáneas como heridas de guerra que mostrar en su Oslo, Estocolmo o Copenhague natal, a sus amigos o familiares mientras tomaban un vodka en cualquier pub, resguardados de las inclemencias de su largo invierno. Así, que no parecía preocuparles lo más absoluto que el inclemente 'lorenzo' les atizara de lo lindo en sus rubias cabezas. 
Y entonces, pasó lo más terrible de las pocas cosas que podían ocurrir a esa hora: reclamaron mi atención mientras señalaban algo en la guía. Era la última cosa que hubiera deseado, porque ya me parecía ridículo e, incluso, obsceno que un español compartiera escenario con un par de guiris a esa hora, en la que ningún habitante de la ciudad cuerdo se le ocurriría salir a la calle, al menos, hasta las nueve de la noche. Así que hice ademán de no entenderles, imitando aparentar cierta prisa, e incluso comencé a hacer algún leve gesto de no entender ni papa su perfecto inglés -cosa cierta-. Pero recordé que en alguna ocasión había sido bien atendido en varias ciudades europeas, como aquella vez en la que un joven berlinés descuidó, incluso, su puesto de salchichas para indicarme una dirección y de camino, a mi requerimiento, fotografiarme junto a su tradicional puesto; o aquella anciana londinense que se desvivió bajo una cruenta lluvia para hacerme ver que a partir de las diez de la noche no podría adquirir cerveza en aquella tienda de conveniencia pakistaní sobre la que le pregunté. Así que, agradeciendo aquellos gestos y considerando que ahora tenía la oportunidad de escenificar ese agradecimiento que sentía en mi interior, afronté el inclemente sol y les expliqué que esa estatua por la que se interesaban correspondía a un antiguo monarca venido de tierras no lejanas a las suyas y que aquí se encontraba, soportando este sol africano sin rechistar, porque consideraba que su reino lo valía. Ambos sonrieron como muestra de haber comprendido mis palabras,  mientras me obsequiaban con un sonoro y sincero 'I thank you'.
Satisfecho por mi acción, cuando me dirigía hacia mi moto para alejarme lo antes posible de aquel infierno urbano, me fijé de nuevo en la estatua mientras me ponía el casco y juraría que Carlos I de Alemania y V de España me sonrió satisfecho y complacido. 

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