EL
LORO DE SCARPONI
Por José
Antonio Flores Vera
Uno agitaba sus hermosas y coloridas
alas al viento y el otro volaba a lomos de una sofisticada bicicleta. Ambos
eran amigos y entrenaban cada día por los alrededores de Ancona, su desconocido
pueblo italiano. Y ahora un loro solitario dicen que espera y espera, sin que
pueda comprender qué ha ocurrido para que ya no pueda volver a desafiar al
viento junto a su amigo humano. Ha muerto otro ciclista. Otro más. Y con su
muerte también fenece de alguna manera su compañero de entrenamiento, un loro
que parecía ir marcando el ritmo de su compañero, como si de un dron de plumas
se tratara, aunque en esa fatídica mañana poco pudo hacer por él. El ciclista
se llamaba Michele Scarponi y el loro se
llamaba Frankie.
No significaré aquí que Michele
Scarponi era un campeón, ya que eso importa poco cuando la parca nos toca y nos
iguala. Lo que sí significaré es que es demasiada la gente que muere montada en
bicicleta y algo habrá que hacer. Esta tragedia que está demasiado presente en
el día a día de los ciclistas -profesionales o no- no debería pertenecer a este
mundo, supuestamente, civilizado. Demasiadas muertes, demasiadas imprudencias.
Ocurre que la sociedad y la tecnología avanzan a distinta velocidad. Cada vez
hay menos espacio —a pesar de que cada vez parecer haber más— para quien desea
alejarse de los ruidosos y contaminantes motores y pasear o entrenar al ritmo
redondo del pedaleo con el solo motor de sus pulmones y su corazón. La vía
pública parece haberse hecho en exclusiva para esos artilugios mecánicos de
todo tipo, que manejados por ciertos individuos se convierten en verdaderas
armas letales. No discutiré aquí que existan ciclistas desaprensivos —pocos, he
de decir—, pero sí, porque lo observo cada día, individuos que respetan
demasiado poco esa línea divisoria y fronteriza que hay que dibujar cuando
adelantamos a un ciclista, que es tan vulnerable como vulnerable es el cuerpo
humano. Porque hay quienes sentados cómodamente en su sofisticado vehículo ven
el exterior como un juego, sin que parezca que lleguen a apreciar que todo lo
que hay a su alrededor (personas, animales, cosas) es vulnerable a su paso,
sobre todo cuando se va a una velocidad inadecuada, que son las más de las
veces. Lo veo cada día en las carreteras, cada fin de semana cuando voy en
coche; igual que lo observo cuando voy en bici o corriendo. Observo que hay
demasiado poco respeto por la vida de los demás. Es más, cuando en la carretera
un domingo cualquier —que es el día en el que suele haber más acumulación de
ciclistas— veo que muchos automovilistas, camioneros, conductores de autobús y
demás conductores con vehículos a motor, cuando veo, decía, que pierden la
paciencia cuando circulan detrás de un grupo de ciclistas y adelantan sin guardar
la distancia mínima, siento ganas de convertirme en un Guardia Civil de Tráfico
vengativo y sin escrúpulos y comenzar a incautar vehículos sin ton ni son. Por
eso, cuando leo cada poco que un nuevo ciclista ha muerto me arrepiento de no
haberme convertido en ese agente de la autoridad que deseo ser en esas
ocasiones.
Lo he dicho en muchas ocasiones —e
incluso lo he escrito en este medio—, una de las mayores asignaturas pendientes
que tienen los gobiernos de todo pelaje es una legislación mucho más rigurosa
que la actual relacionada con la circulación de vehículos a motor. En el caso
de Scarponi, se trató de una inadvertencia de una señal de tráfico por parte
del conductor del vehículo mortal, pero muchos son los casos en los que la
causa son la ingesta de alcohol o de drogas; de hecho, suelen ocurren muchos de
ellos los domingos por la mañana que es cuando el deportista suele encontrarse
con el anónimo autor de su fatídica muerte, que exprime su motor en retirada
tras una noche excesiva. Por tanto, falla la norma y falla el control de la
misma. Lo único que no falla y va en aumento es la muerte en la carretera de
cada vez más ciclistas, esa perpetúa película de Juan Antonio Bardem cuyo
título no deja de repetirse.
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