NOCHEBUENA. Un año más, fiel a su cita; buena para unos, mala para otros, porque pareciera que en este día se concentren todas las nostalgias, anhelos y melancolías del año casi pasado, sensaciones muy similares a las que tendremos de aquí a una semana.
Me dispongo a escribir esto, minutos antes de hacer mi tradicional ruta de Mañanabuena, que este año se retrasará unas horas. Pero la tradición sigue siendo la tradición...Una Nochebuena más con un nuevo relato en Ideal el cual os dedico a todos vosotros, amigos y amigas, que sois muchos los fieles todo el año; pero que también dedico a los menos fieles, a los que pasan por aquí esporádicamente y a quienes, por alguna casualidad prosaica pasan hoy por esta bitácora que es de todos nosotros.
Deseándoos una sincera FELIZ NAVIDAD os dejo con el relato -cuya inspiración surge de mi último viaje a tierras castellanas- que también podéis leer en el especial que hoy se entrega junto al diario IDEAL:
LA FOTOGRAFÍA
La imagen de la fotografía que tantos años lo había
obsesionado ahora se encontraba ante su vista. Esa antigua plaza de aquel
escondido pueblo ahora cobraba vida y se abría ante sus ojos en su versión real.
Sin embargo, nada entrañable identificó en aquella plaza y eso le deprimió.
Esa imagen, que cayó en sus manos
cuando rebuscaba no se sabe qué en el archivo del periódico de provincias para
el que trabaja desde hace lustros, estaba tan presente en su vida que conocía
de memoria cada rincón de la plaza y todas las calles que salían o desembocaban
en la misma. Había utilizado esa fotografía en reportajes, en artículos..., la
había exprimido.
En aquella foto antigua se distinguían
en un primer plano los viejos maderos de la porticada plaza, emergiendo en un
segundo todo ese espacio diáfano, cubierto de nieve. También se apreciaban lo
que parecían ser puestos ambulantes que bien podrían dedicarse a la venta de
pavos, venta de castañas asadas y adornos navideños, aunque todo eso bien podría
ser producto de su imaginación ya que la foto antigua no se prestaba a una mejor
nitidez; y aunque se trataba de una imagen fija podría afirmarse que todo ese
ajetreo presagiaba un día festivo dada la algarabía de personas y carros que
iban y venían a lo largo y ancho de la plaza. Que fuera la mañana de Nochebuena
o Navidad podría también ser fruto de su imaginación o al menos era lo que él
quería ver en aquella foto.
Ante su vista ahora, en el lado
más septentrional de la plaza, igual que en la instantánea, se abría una estrecha
calle, en cuya esquina aparecía el blasón de la antigua casa del Condestable,
pero ahora esa esquina no era de argamasa sino de un mármol de color grisáceo:
se trataba de la fachada de un banco, cuyos luminosos rótulos le ganaban la
partida al negruzco blasón familiar adosado a la fachada, justo encima del
dintel que aún se apoyaba en labradas jambas que presagiaban una vetusta
puerta, transformada ahora en otra giratoria que daba acceso al banco. Sin
duda, había mitificado aquellos lugares a través de esa instantánea de color
sepia, pero nada de eso pudo reconocer en la imagen real que tenía ahora
delante de él. Los pórticos seguían en su sitio, pero ya no parecían tan
viejos, y había, sí, un par de puestos, en realidad, kioscos, aunque ninguno
vendía pavos ni adornos navideños; uno era de la ONCE y el otro se dedicaba a
la venta de revista y prensa del día.
Dudó sobre si lo más sensato sería
dar media vuelta y alejarse de esas sensaciones deprimentes que ahora le
atenazaban y que amenazaban seriamente con mitigar la imagen soñadora que
poseía de la imagen de esa fotografía por poco real que ya fuera. Se sentía
hondamente defraudado, pero no había hecho setecientos kilómetros para nada,
así que sacó valor y decidió adentrarse en la plaza con la idea de buscar
alguna señal que le permitiera seguir aferrándose a aquel lugar que tanto había
admirado en la ajada instantánea.
No llevaría andados más de veinte
metros cuando un hombre mayor -supuso que octogenario- le atisbó y le saludó
por su nombre. Escuchar pronunciar su nombre en un extraño le puso en guardia,
pero como parecía un tipo correcto y educado no dudó en detenerse. Lógicamente,
lo primero que le preguntó es cómo conocía su nombre si él nunca había visitado
aquel pueblo. Pero el hombre mayor ajeno a su sorpresa esbozó una beatífica sonrisa y le
dijo que le explicaría todo si le permitía invitarlo a un café. Eran las once
de la mañana y comenzaban a caer los primeros copos de lo que podría ser una
copiosa nevada, así que aceptó. Entraron en un acogedor bar, cuyo aspecto
iluminó por primera vez su rostro. Debía de tratarse de un bar muy antiguo,
probablemente el único elemento que había sobrevivido a la voracidad de la modernidad.
El hombre mayor pareció leer su pensamiento y le confirmó que ese bar seguía
inalterable desde la época de aquella foto. Pero ¿cómo sabe de la existencia de
esa foto?, le preguntó con impaciencia.
-Esa foto la hice yo, -respondió
el hombre mayor-, y gracias al interés que usted ha mostrado por la misma y a la
enorme divulgación que ha hecho de ella a lo largo de sus muchos años como
periodista –siguió diciéndole-, una inocente fotografía, que no era más que un
mero divertimento de un muchacho casi adolescente, publicada en un programa de
festejos de navidad de hace sesenta años, se ha convertido en una joya muy
preciada para cientos de románticos viajeros que, como usted, esperan encontrar
lo que les hace soñar cuando contemplan la imagen. Sin duda, ese ha sido el
mejor reclamo de nuestro perdido pueblo.
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