Amigos, es para mi un placer poner a vuestra disposición lectora el capítulo I íntegro de Corriendo Entre Líneas", el cual está dividido en CINCO textos independientes:
·
No hay tiempo
para el deporte
· Soy corredor
·
Hasta donde el
correr te lleve (o la magia de correr)
·
El “oficio” de
corredor
·
El correr y su
grandeza
¡ Espero que sea de vuestro interés!
NO HAY TIEMPO PARA EL DEPORTE
Cuando llega el momento de
los reconocimientos médicos en mi centro de trabajo, en ocasiones, aparece el
pánico, la decepción o la frustración. En esos días todo el mundo sale algo
tocado e, invariablemente, los médicos aconsejan ejercicio, dieta hipocalórica
y vida sana en general. No estoy rodeado de obesos o dilapidadores de salud
─aunque alguno que otro hay─ pero, sí, en muchos casos ésta deja mucho que
desear. Y es, entonces, cuando llegan las inquietudes, las propuestas e intenciones
de hacer más ejercicio y llevar una vida más saludable, aunque, lamentablemente
ese impulso no dura más de una o dos semanas. Y, claro, al año siguiente
vuelven las malas noticias, aderezadas además de más alarmismo porque se es un
año mayor y, en ocasiones, se está algo más ancho.
Al poco tiempo de iniciar un
plan sano, casi todo el mundo vuelve a su rutina diaria y si se anduvo durante
unos días o se nadó e, incluso, ─en el menor de los casos─ corrió, todo eso
pasa pronto al olvido, justificando la mayoría no tener tiempo para hacer
deporte. Es decir, ¡que no se dispone de media hora diaria y una hora los fines
de semana! Ésa es una frase preconcebida que cada día creo menos. Todo el mundo
dispone de tiempo para hacer deporte si su motivación es alta y su hábito
estable, pero ocurre que siempre se posterga ese rato dedicado al mismo y, en
cambio, se da prioridad a lo más ínfimo, entre lo que se incluye estar haciendo
zapping durante más de media hora o lo que es peor, incluso, deteniéndose un
rato en Tele5, por aludir tan sólo a los casos más extremos.
Se piensa ─o al menos a mí me
lo dicen─ que los que corremos por afición lo hacemos porque estamos dedicados
a ello. Pero no es verdad. Ni estamos dedicados a ello por obligación o
profesión alguna, ni nadie nos obliga. Nos obligamos nosotros mismos. Es más,
en ocasiones, ─suelo decir─, en mi caso, para poder sacar una hora para correr
tengo que salir a horas intempestivas o no habituales y renunciar a otras cosas
importantes. De hecho, sin ir más lejos, hace poco, sabedor de la complicación
de la agenda, corrí durante once kilómetros a las tres de la tarde, no bajando
el termómetro de los treinta grados. Pero lo más curioso es que corriera esa
distancia en menos tiempo del previsto, a pesar del fuerte calor. Si yo puedo,
todo el mundo puede hacerlo o al menos intentarlo, aunque me temo que eso debe
formar parte del libre albedrío de cada persona, de su debate interior. Es lo
que siempre me decía cuando me encontraba en los albores atléticos.
SOY CORREDOR
Comentaba en algún sitio que lo importante
es que llegue el día en el que digas sin fisuras y con convicción espartana:
soy corredor. Pero ese momento no llega ni de manera automática, ni como
resultado de una metamorfosis mental inmediata. Ese día llega porque así lo has
experimentado y así lo sientes como consecuencia de un proceso continuado.
Antes de eso, todos hemos jugueteado en alguna ocasión con esa presunción,
afirmando en la primera ocasión que se nos ha presentado: “soy corredor”;
probablemente porque haciéndoselo saber a nuestros interlocutores nos
reafirmamos más en ese papel que anhelamos. En otras ocasiones, cuando aún
estamos en esa fase indiciaria previa a ser corredor, nos hemos acercado a
alguna tienda especializada y nos ha elevado sobremanera vernos inmersos en viva
charla con otros corredores que sí lo son. Hemos preguntado por una marca y
modelo de zapatilla técnica y cuando nos ha sido entregada, nuestras cejas se
han enarcado como queriendo transmitir criterio y conocimiento acerca de la
mercancía solicitada. Incluso, es posible que a la primera de cambio nos
hayamos sorprendido intercambiando opiniones sobre carreras que, en algunos
casos, no hemos corrido pero que pretendemos hacerlo en breve. Hemos escuchado
a dos corredores hablar de la última maratón en la que han participado y en
nuestro fuero interno nos hemos sincerado con nosotros mismos diciendo que aún
estamos lejos de esas metas.
En otras ocasiones hemos acudido a comprar
algún producto idóneo a algún herbolario, de esos que a veces solemos comprar
los corredores, y no hemos dudado un segundo en decir al dependiente o
dependienta que nos dedicamos a correr. O, incluso, en ese afán de convertirnos
en corredores rápidamente hemos sido presuntuosos con nuestra delgadez cuando
alguien nos ha comentado que nos ve más delgado. “Es porque soy corredor”,
solemos responder. Son fanfarronadas inocentes e útiles que ayudan a crecer,
como siempre mantengo.
Y qué decir cuando nos hemos ido apartando
de manera voluntaria de fastos y farras, ante la extrañeza de nuestros amigos
o pareja por nuestra decisión de prescindir de aquella fiesta o esta boda,
esbozando una sonrisa, al tiempo que diciendo aquello de que “no voy a ir
porque no bebo y, además, me es muy molesto el humo del tabaco. Es más, mañana
tengo que entrenar”. Y eso no es ficción, ya que a todos los corredores (o a
casi todos) tarde o temprano nos ocurre. Un conocido mío, gran corredor,
incluso pactó con una hermana si habría sala de no fumadores en un evento
familiar.
Y también ocurre otro tanto con las
comidas. Lo perciben tus compañeros de trabajo en los desayunos o en las
cervezas del mediodía. Del suizo mixto que pedías habitualmente pasas a la
media tostada de pan integral con aceite; y del tubo de cerveza pasas a la
cerveza sin alcohol. Y claro, ellos que aún no saben que corres de manera cada
vez más regular acaban por preguntarte el porqué de tus nuevos hábitos
alimenticios.
Y toda esa travesía del desierto es la
que, sin tu saberlo, paso a paso, te va convirtiendo en corredor, así que
cuando ya lo eres todos esos hábitos inusuales, que quienes te rodean a veces
censuran, son tu mejor carta de presentación.
Es con el movimiento, la dedicación y el
ejemplo cuando todos comprenden y acaban por respetar que eres corredor, con
todo lo que eso conlleva.
HASTA DONDE EL CORRER TE LLEVE (O LA
MAGIA DE CORRER)
Hasta
donde el correr te lleve. Esa es la frase que mi mente buscó la otra tarde
cuando me disponía a recorrer mi ruta de diez kilómetros. Y no es porque haya
leído ─ni creo vaya a leer─ la exitosa novela de Susana Tamaro: “Donde el
corazón te lleve”, sino porque hay días en los que correr se convierte en algo
extraño y misterioso. Es como si un hipotético disco duro interno perdiera de
pronto su memoria y se pusiera a cero. Tal vez una siesta demasiado extensa,
una noche corta por mor del buen cine y la buena lectura o el calor propio del
duro verano, que te golpea como un mazo. Fuere el motivo que fuere, lo cierto
es que correr en condiciones tan adversas se convierte en un duelo titánico. En
estas circunstancias, corres porque debes, no porque quieres. Las piernas pesan
casi tanto como el alma, duelen las rodillas ─algo que en mi caso pocas veces
ocurre─, sientes pinchazos en los gemelos ─algo que en mí caso sí es
frecuente─, duele hasta el cuello y, probablemente, hasta las cejas. Es
entonces cuando pongo el piloto automático (piloto automático: dícese cuando
eres consciente de que tu cuerpo y tu mente no funcionan y dejas llevarte con
voluntad nula por un mecanismo invisible) y delegas en el camino para que él
guíe tus pasos (delegar que el camino guíe tus pasos: dícese cuando consciente
de que tu voluntad es nula y ya has accionado el piloto automático, dejas que
el camino sea el que te lleve a su manera). Y es eso lo que hice. O eso o
detenerme y dar la vuelta, porque en estos días te sientes el corredor en
ciernes que fuiste y como el disco duro se ha reseteado ya no recuerdas ni lo
que has corrido ni durante cuántos años lo llevas haciendo. Y, claro, correr en
estas circunstancias donde el olvido se apodera de todo es una tarea casi
imposible.
En días así, mis pasos son torpes y no alzo
apenas las piernas; de hecho, voy arrastrando cualquier piedra del camino por
poco protuberante que sea y comienzo a comprender que el paso de los kilómetros
no va a solucionar nada, mientras que el Forer[1], que
tienes programado para que emita un agudo sonido cuando vas por encima de los
cinco minutos y cuarenta segundos el mil[2], comienza
su particular banda sonora. Definitivamente, te sientes el corredor más
miserable sobre la tierra. Hasta que movido por una necesidad fisiológica ─en
verano siempre me detengo a hacerla a los dos o tres kilómetros de iniciada la
ruta, porque me atiborro de isotónico para hidratarme cuando no llevo correa de
hidratación─, te detienes en la mitad de la nada, con más ánimo de reflexionar que
de cumplir con la necesidad fisiológica. Observas el paisaje a tu alrededor, en
el que las altas alamedas y los campos de cultivo de la Vega se arremolinan en torno a las frescas y
correosas acequias de trazado nazarí, y saciada la necesidad fisiológica
vuelves al camino. Detectas entonces que la mente ya va rigiendo y que las
piernas se van alzando. Van desapareciendo los micro dolores de rodillas
y gemelos y el piloto automático se desconecta por su cuenta; y la tarde
que es oscura porque el sol ya casi ha perdido el pulso con el ocaso, de pronto
se vuelve resplandeciente. Llegan las buenas sensaciones y con ellas la
reconciliación. El sonido agudo del GPS
desaparece de pronto y pareciera que ya no existieran piedras en el camino. Ya
no pesan las cejas ni el alma. Quedan tan sólo cuatro kilómetros de ruta, pero
éstos se convierten en deliciosos. Una vez más la magia de correr se ha
impuesto. Y renuevas tu pacto con este deporte.
EL “OFICIO” DE CORREDOR
Llega
un momento en la vida del corredor en el que la actividad de correr casi forma
parte de su ADN y lleva a cabo su cometido de manera tan espontánea como
cepillarse los dientes. En mis inicios, tuve la ocasión de entrenar algunas
veces con un corredor que atesoraba mucho oficio en sus piernas. Mientras
corría llevaba a cabo varios ritos simultáneos: sacaba un pañuelo para
enjugarse la nariz, conectaba su aparato de audio portátil como lo haría
estando cómodamente sentado en un transporte público, se ajustaba la cintilla
del pantalón técnico; y todo ello al mismo tiempo que hablaba conmigo, como si
estuviera dando un plácido paseo, de manera que mientras yo iba algo más que
tocado tras ocho o diez kilómetros recorridos, él estaba tan fresco que
pareciera comenzara a rodar. Así que me pregunté con sinceridad descarnada si
algún día podría yo llegar a interpretar esa forma de correr, que es muy
similar a una forma determinada de interpretar la vida.
Y
pensaba en ello en la tarde de ayer por las circunstancias que ahora me
dispongo a contar. La idea era llevar a cabo entre quince y dieciséis rocosos
kilómetros en una ruta previamente elegida, pero lo cierto es que me encontraba
bastante cansado y me quedé dormido como un lirón tras comer frugalmente, de
manera que cuando desperté a las seis menos cuarto de la tarde constaté que ya
no sería posible hacer esa ruta porque mientras me preparaba e iba desde mi
domicilio en Granada hasta Pinos Puente[4]
transcurriría más de media hora. Así que, casi vistiéndome por el camino, opté
por hacer otra más corta, la que transcurre entre Pinos Puente y Caparacena[5],
con una distancia entre ida y vuelta de nueve duros
kilómetros. Posteriormente, sí aún clareaba el día, podría añadir un par de
kilómetros más, incluyendo un irregular y roto camino entre olivos. Y fue en
esas circunstancias cuando comprobé que ya este corredor va atesorando algo de
oficio porque sin él es muy difícil soportar la presión psicológica de pasar de
la nada más absoluta, y aún adormilado, a hacer casi once kilómetros, teniendo
en cuenta que ya sería de noche alrededor de las siete horas y diez minutos de
la tarde en esa época del año. Probablemente sería por ese motivo por el que
sentía las piernas livianas y la energía intacta, a pesar de que la digestión
no había acabado de hacerse por completo. Así que cuando volvía de Caparacena,
en el kilómetro cinco, aún veía en el horizonte los últimos rayos de sol
porfiando con su brillo y remisos a abandonar el día, valoré que con suerte aún
podría añadir esos dos kilómetros por entre medio de los olivos que tantas
satisfacciones me dieron en su día cuando los descubrí y aún creía que correr
consistía en rodar algo más de cuatro o cinco kilómetros, dos o tres veces por
semana.
Por
lo tanto, al comprobar que la tarde había sido provechosa, a pesar que pintaba
mal al principio, me sumí en una amalgama de excelentes sensaciones y disfruté
enormemente de esta faceta que supone correr, y a pesar de que rodaba a un
ritmo bastante vivo, incluso, por debajo de cuatro minutos treinta segundos el
kilómetro en muchos tramos, agradecí la visión que me ofrecía la puesta de sol,
por detrás de las casas más altas de Pinos Puente, al tiempo que pensaba en
aquella milenaria tierra que se abría ante mi paso. Desde luego que ayudó y
estimuló el excelente trabajo del grupo español de heavy metal, Avalanch,
que en ese momento tronaba en el iPod.
Y
así se lo conté a mi amigo Paco[6] ─que su afición futbolera le está apartando
por ahora de las carreras dominicales─, sabedor que estas sensaciones y estos
lugares que elegimos para correr le son tan próximos y queridos como a mí.
Cuando
volvía en coche hasta Granada, mientras escuchaba la BSO de la tercera película
de la trilogía de “El Señor de los Anillos”, pensaba que los corredores
contamos con un preciado don, que estando tan al alcance de la mano de todos
nosotros resulta increíble que la mayoría de la gente no lo aprecie, por desconocimiento
o por inanición.
Mañana
estaré en Loja[7] y será
una carrera dura de unos trece kilómetros, si bien a estas alturas de la tarde
tengo dudas de cómo la plantearé. Lo más importante es que sirva para el
entrenamiento planificado que estoy llevando a cabo para el Maratón de Madrid,
pero qué duda cabe que si percibo buenas sensaciones la abordaré
competitivamente, intentando bajar algo la marca de la edición anterior, si
bien las cuestiones sobre marca y crono están siempre en un segundo plano cuando
hay tanto disfrute de por medio.
EL CORRER Y SU GRANDEZA
No sé si somos de otra pasta, como decía
Rafa Bootello[8]. Pero,
sí, es cierto que no somos demasiado normales. Una persona normal ─que también
lo somos en esencia en casi todo lo demás─, por lo general, no suele madrugar
un domingo, haga calor o frío, y coger el coche para desplazarse a otra ciudad
o pueblo con el fin de correr a lo largo y ancho de cuarenta y dos, veintiún,
quince o diez kilómetros. De hecho, tampoco es muy común hacer esos kilómetros
sin que ni siquiera exista la necesidad de desplazarse.
Cuando compraba pan y unas tortas en Guadix[9]
tras recuperarme de su exigente Medio Maratón del Melocotón, recién acabada, la
dependienta que me atendía reconoció en mí que venía de correr y se interesó
por la carrera. “¿Cuántos kilómetros son?”, fue la pregunta que me hizo desde
el mostrador de su tranquilo comercio. “Veintiuno” le contesté. “Desde El
Bejarín[10] al cruce
de Benalúa,[11] debe ser
duro”, aseveró la dependienta. “Sí, en esta prueba y en estas fechas aún
calurosas de mediados de septiembre todo es duro, pero entrenamos para esto”,
ratifiqué finalmente. No era más que una breve conversación entre una persona
que no se dedica a correr y otra que sí, aunque sea por mera afición.
Paseé un rato por la bella ciudad de la
Alcazaba[12]
de origen musulmán, de la Catedral[13] barroca,
del recuperado teatro romano, del buen pan y de los buenos churros, y pensé en
aquella breve conversación; una ciudad que apenas acababa de despertarse, una
panadera que vende su pan aún caliente y unos cientos de corredores y
corredoras que corren veintiún duros kilómetros. Pero no todos habían acabado
aún de hacerlo. Mientras me dirigía al coche a dejar la bolsa de pan y las
tortas caseras que había comprado, se daba el hecho casual que junto a donde
estaba aparcado mi vehículo se ubicaba el kilómetro veinte de la prueba y que
por él aún pasaban con cuentagotas algunos corredores. Eran los que iban a
acabar en torno a las dos horas y quince minutos o treinta minutos.
Lógicamente, se les veía cansados, muy cansados, pero ilusionados por llegar,
ajenos al dios Cronos y a otras cuestiones menores. Animé a cada uno de ellos,
y cada uno de ellos me lo agradeció. En particular, recuerdo a una chica bastante
gruesa. La observé dando sus agónicos pasos, sin apenas levantar las piernas
del suelo y le dije que ni tan siquiera le faltaba un kilómetro ─ocultándole que
era uno de los más duros─. Esa chica, con bastante sobrepeso, pero consciente
de ello ─de hecho, estaba allí corriendo, tal vez por ese poderoso motivo─, me
inspiró heroicidad y convicción, pero también ternura. A esa hora, casi las
doce y media de una mañana de domingo y con más de treinta grados, la mayoría
de la gente estaba recién levantada, probablemente acicalándose para desayunar
tardíamente, o bien, tomarse las primeras cañas, coger relajadamente la prensa
del día y sentarse en una vistosa terraza de un bar y ver pasar la mañana
dominical. Sin embargo, ella ya llevaba levantada varias horas y allí estaba
luchando contra la onerosidad de su cuerpo y su durísimo último kilómetro. Me
pareció algo entrañable. Al poco, reconocía a un corredor que vestía la
equipación de mi club Esquí-Atletismo Caja Rural de Granada[14].
Se trataba de un conocido, con una edad aproximada a los setenta años, que con
paso firme y estiloso se dirigía a culminar su enésimo medio maratón. El crono
no importaba. Le saludé y me devolvió el saludo alegremente. A lo lejos les vi
a ambos. La chica ya subía en dirección a la Catedral y el compañero de mi club
iniciaba la curva hacía la derecha para enfilar los últimos ochocientos metros.
Dos héroes silenciosos, que en una calurosa mañana de domingo y por un terreno
duro estaban a punto de culminar una gesta.
Mientras tanto, en algún lugar, alguien sin
mérito alguno ─un político, un monarca o algún otro parásito del sistema─,
probablemente a esa hora, ante una cámara de televisión, se bañaba en
multitudes a cambio de contar mentiras y hundir aún más el país. Y pensé con
tristeza lo injusta que es, en ocasiones, la vida.