Desde siempre se ha mantenido que en el gremio hay dos tipos
de abogados: los que estudian los códigos con el fin de afrontar
los asuntos que entran en su bufete y poder hacer una defensa
justa del cliente; y los que estudian la mejor forma de captar el máximo de casos posibles, pensando más en la minuta
que en el sentido de la justicia. Por desgracia, los segundos ya
son más que los primeros, aunque todavía es posible encontrar
algunos de aquéllos. Isaac, desde sus primeras clases en primero de carrera, decidió pertenecer al primer grupo. Y sigue
luchando a diario para que así sea, y si, por casualidad, lo hubiera conseguido, se lo debe en gran parte a su mentor, al que
suele denominar, habitualmente, su maestro, un hombre honorable, sin duda, que lleva ejerciendo cerca de cincuenta años
de forma ininterrumpida, sin cambiar su idea de la justicia. Ni
tan siquiera ha cambiado de despacho ni en una sola ocasión.
Esa idea de la justicia le ha guiado, desde siempre, de manera
fiel, en la vida y en la profesión a lo largo de sus ya dilatados
años. El veredicto —incluso el de sus escasos, pero aguerridos
enemigos— siempre fue unánime: un buen abogado, un buen
hombre. Incluso, ha obtenido calificativos mejores: un abogado honrado, un hombre íntegro; adjetivos estos que, si para un hombre normal son un honor en el cenit de su vida, para un
hombre de ley veterano es a lo máximo a lo que podría aspirar,
si se tienen como referencias la decencia y la integridad. Sin
embargo, sobre su vida planea un pesar, una sombra apenas visible, algo que algún día pudo escapar a su control por causas
relacionadas con su único hijo, a quien es probable que poca
gente conozca, pues de él pocas veces ha hablado.
Probablemente, don Esteban Montael Lechuga (Isaac Croser siempre se refiere a él con el «don» por delante, no solo por
respeto, sino porque para él está dotado de un don, tal vez, de
muchos, por lo que esta voz narradora usará también el mismo
tratamiento que el usado por el protagonista principal de esta
historia), a decir de quienes lo conocen, siempre vio en Isaac
al hijo que le hubiera gustado tener cerca. Él nunca lo dijo
abiertamente, pero Isaac lo sabía.
La mujer de don Esteban es una mujer buena, si bien, bastante chapada a la antigua. Muy clásica y conservadora en su
forma de ver el mundo, algo que contrasta demasiado con su
esposo, que siempre ha demostrado una visión bastante progresista cuando habla de la sociedad, incluso cuando toda la
parafernalia que rodea a su persona y a la impronta de su despacho y tipo de clientes parecieran delatarle. Para Isaac, sin
saber exactamente por qué, siempre ha representado el más
puro estilo de intelectual de la Segunda República española:
de extracción burguesa, pero con un compromiso intelectual,
social y político.
Siempre encontró una conexión entre don Esteban y don
Manuel Azaña, quien fuera, quizá, el más preclaro líder de la
efímera Segunda República y del cual tan solo conocía Isaac
su pensamiento, vertido este en el libro póstumo Los cuadernos robados, que leyó con delectación en su día. Por lo que
había leído y lo que le contaba su abuelo paterno acerca del personaje republicano, llegaba a la conclusión de que su perfil
y el de su maestro, guardando las distancias de tiempo y lugar,
resultaban muy coincidentes.
Acabada la carrera de Derecho, Isaac entró a formar parte
del despacho de don Esteban en calidad de pasante. El abogado
veterano se convirtió en su maestro desde el primer momento,
no solo por lo mucho que le enseñó en ese ámbito privado,
sino porque fue su profesor asociado de Derecho Penal durante
un curso académico. De aquella relación profesor-alumno, y
como consecuencia de ser uno de los pocos que siempre asistía
a prácticas, surgió cierta confianza, luego una tímida amistad,
y por añadidura, sin apenas gestación, la idea de que hiciera la
pasantía en su despacho, una vez licenciado. Antes de acabar
la carrera les parecía a los dos poco ético. Así que cuando, a
los dos años de pasantía, Isaac se independizó como abogado,
se encontró desamparado y solo. Al principio, no conseguía
asentarse en su propio despacho, ubicado en el popular barrio
del Zaidín, el más poblado de la ciudad de Granada, y desde el
que podía contemplar unas bonitas vistas de la Sierra —que es
como se denomina a Sierra Nevada por estos lares—, pese a
los cientos de toneladas de hormigón que una entidad bancaria
ya desaparecida y absorbida por otra había construido no lejos
del domicilio de su humilde despacho. Sentía miedo de hablar
con los clientes, miedo de enfrentarse a sus rivales jurídicos en
la sala de vistas, pavor de coparticipar en las contiendas judiciales con un juez o un fiscal, a no contar con el apoyo técnico
y moral de su mentor. Creía estar preparado, pero se trataba
más de un deseo que de una realidad.
Su sempiterno afán de perfeccionamiento siempre estaba
ahí, dudando a todas horas y por cualquier cosa. «Eso te lastrará», le decía siempre don Esteban, pero no podía evitarlo.
Se trataba de un aprendizaje que debía superar cuanto antes.
Unido a ello le anquilosaba su peculiar sentido de la justicia.
Veía a otros colegas celebrar incluso las derrotas en el estrado. Parecía interesarles nada más que la cuantiosa minuta. En
cambio, para él, una derrota era casi un cataclismo y en más
de una ocasión obtuvo alguna reprimenda por parte de don
Esteban cuando decidía no cobrar al cliente si este no obtenía
la justicia que perseguía. «Te entiendo», solía decirle, «porque
yo era como tú, pero tienes que vivir de algo y no te servirá de
nada. No cobrando tan solo consigues que no te respeten en el
sector, que parezca que tus servicios carecen de valor».
Con toda esa carga comenzaba su andadura en aquel despacho que veía demasiado grande para él.
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