06 junio 2025

MI NOVELA MI LUGAR EN ESTOS MUNDOS YA ESTÁ DISPONIBLE EN AMAZON

 


Ya está disponible mi tercera novela Mi lugar en estos mundos. La plataforma elegida, una vez más, es Amazon; pero en esta ocasión estará en exclusiva en esta plataforma. 
Inserto el primer capítulo de la novela: 


Cuando ya se había rebasado la medianoche del día de Nochevieja de 2019 comenzaron a entrar en mi teléfono móvil mensajes de felicitación propios de este día: «con mis mejo- res deseos para el Año Nuevo», «A ver si nos vemos más», «Que el nuevo año te traiga lo mejor»... Amigos, familiares y gente conocida, por lo general. Pero de entre todos los mensajes recibidos uno aún me silba en la cabeza, a pesar de que han transcurrido ya cinco días.
  Estaba escrito en una letra digital extraña, distinta a la de los demás, y el número que lo enviaba, que era convencional, no se en- contraba en mi agenda. «Sencillamente se trata de un número de alguien conocido que no tengo en la agenda», me dije. Y con esa frase dejé de dedicarle más tiempo, en esa noche tan especial, al supuesto enigma. Pero no lo olvidé del todo:

Es mi deseo sincero que encuentres mucha felicidad para el nuevo año 1920, de todo corazón. Ojalá nuestros caminos se crucen más a menudo en el nuevo año.

    Sin lugar a duda, un error; o bien un mensaje escrito con excesiva rapidez en mitad de una celebración, con un teléfono de teclado minúsculo y por alguien con un alto grado de presbicia. Pero no cabía duda de que se trataba de un mensaje extraño; eso sí, hubiera sido mucho más lógico haberse equivocado en la última cifra e, in- cluso, en la penúltima, pero ¿en las dos primeras cifras? Es decir, un error que retrotraía cien años el cómputo temporal.
    No sabía con seguridad si realmente me intrigaba la elaborada redacción, nada propia de los mensajes digitales tan dados al uso de palabras escuetas, si no abreviadas, la procedencia desconocida del mensaje o ese error en las dos primeras cifras, aunque me inclino más por esta tercera opción. A medida que transcurrían los días, el asunto fue creciendo en mi mente, hasta convertirse casi en una obsesión. No hacía más que leerlo una y otra vez, rebuscar de nuevo en mi agenda de contactos por si estuviera el número por algún lugar, hurgar en los mensajes recibidos que aún conservaba el teléfono; incluso, iniciar una meticulosa consulta en la agenda del teléfono móvil que tuve con anterioridad y que aún conservaba. Todo intento fue infructuoso.
    Finalmente hice lo que solemos hacer cuando tenemos una llamada perdida o un mensaje innominado: llamar a ese teléfono. En el primer intento no hubo respuesta, aunque sí dio tono de llamada; en el segundo intento, saltó enseguida un contestador automático de la operadora invitándome a dejar un mensaje, que decliné; en el tercero, la misma voz de la operadora me indicaba que no había ninguna línea en servicio con esa numeración. El intervalo temporal entre la primera y la tercera llamada fue de apenas cinco minutos. Jamás había asistido a circunstancias tan diferentes cuando llamaba a un número en tan poco margen de tiempo.
    Al cabo de dos horas, volví a llamar de nuevo y en esta ocasión me atendió una voz femenina:
  —Hola —saludé expectante—. Mi nombre es Miguel Ángel Gonzálbez y tengo un mensaje de este teléfono.
    —Con quién quiere hablar —preguntó la voz femenina, interrumpiéndome sin miramiento alguno, como si estuviese muy ocupada.
    —Es eso lo que pretendo averiguar ... ¿Con quién estoy hablando? —Está hablando con la funeraria Salmoral.
    Esa respuesta me inquietó, pero aun así pedí disculpas y colgué. ¿La funeraria Salmoral?
    No me era familiar en absoluto, o al menos no me constaba que hubiera ninguna que respondiera a ese nombre en mi ciudad.
    Busqué en Google.
  Como sospechaba, en el buscador no aparecía ninguna funeraria de la ciudad que respondiera a ese nombre, ni siquiera de la provincia, pero sí había una con ese nombre en un perdido pueblo de Toledo, desconocido para mí.
  ¿Qué relación podría haber entre ese mensaje recibido en mi móvil y el desconocido pueblo de Toledo?
  Lejos de que ese último dato me tranquilizara, aumentó mi inquietud. Conseguí obsesionarme aún más, algo en mí habitual: ya solo vivía para aquel asunto. Iba a trabajar como cada mañana, pero, a los pocos minutos de comenzar el trabajo, ya estaba planificando en la libreta que siempre llevo conmigo la siguiente tarea para intentar averiguar este enigma, que igual no lo era, sino una pequeña confusión; me enganchaba a ver alguna de mis series norteamericanas favoritas y a los pocos minutos perdía el hilo de la historia porque la mente se llenaba de interrogantes sobre la procedencia del mensaje. Así que decidí llamar de nuevo a la funeraria. En esta ocasión no contestó nadie. «Lo volveré a intentar más tarde», me dije.
 Y así lo hice. En esta nueva ocasión, la enésima ya, sí volvieron a contestar.
 —¿Funeraria Salmoral? —pronuncié con decisión.
  —No, se ha equivocado de número —contestó al otro lado una voz masculina no demasiado amigable.
 —Disculpe, pero no es posible. Llamé hace unos días y...
 —¿Cree usted que no sé qué teléfono es este al que usted llama? —dijo con tono molesto pero educado la voz masculina al otro lado del teléfono.
 —No quería decir eso, es que..., verá..., este número que he marcado correspondía hace unos días a la funeraria Salmoral de Ortaz, en la provincia de Toledo. ¿Estoy llamando también a un teléfono de esta localidad?
  —En efecto.
 —Por tanto, supongo que el abonado habrá cambiado de número hace pocos días y le han podido adjudicar su número a usted — esgrimí como teoría probable.
 —No es posible eso que usted me está diciendo, yo llevo con este número casi veinte años. Es uno de los primeros números de telefo- nía móvil de este pueblo.
 —De acuerdo. Disculpe que abuse de su tiempo, pero ¿me permite que le enumere la cifra para comprobar si he podido equivo- carme?
  —Sí, adelante.
 Repetí el número, tal y como habíamos acordado.
 —Sí, el teléfono que usted ha enumerado es el mío, no se ha
equivocado —contestó ahora con exquisita amabilidad mi interlocutor, aunque con cierto tono de ironía, tal vez porque pensaba que estaba hablando con un desequilibrado o alguien con excesivo tiempo libre.
  —Pues no lo entiendo. En todo caso, disculpe las molestias. 
  —No importa, se supone que son cosas que pasan. Adiós. Cuando colgué el teléfono todo daba vueltas a mi alrededor. Me sentía como embriagado y el estómago comenzó a tensarse como un arco. ¿Qué estaba ocurriendo? Me sentí bloqueado y sin capacidad alguna de acción. Sencillamente no sabía qué pasos seguir dando. Llamar de nuevo era absurdo; es más, podría complicarse aún más el asunto.  Podría pasar que ese número correspondiera a otra persona distinta y entonces me sentiría aún más confundido. Las opciones que me quedaban eran pocas y, aunque necesitaba hacerlo, no quería contarle el asunto a mis más allegados, porque segura- mente lo atribuirían a mi calenturienta imaginación, que es lo que siempre solían decir cuando les planteaba algún asunto que ellos veían normal y yo no.
  Y es que aquel sí que no era normal, desde mi punto de vista, pero ¿cómo explicarlo?
  Así que decidí seguir la línea argumental de la primera llamada y dar por sentado que el número y el mensaje eran de esa tal funeraria Salmoral. Para ese fin me fue útil la amistad que había tramado con Dionisio, un empleado de funeraria que participó como alumno en un curso que impartí sobre aspectos legales relacionados con las causas derivadas de la muerte violenta. Dado que él trabajaba en una funeraria, era probable que pudiera aclararme algo sobre qué significaban este tipo de mensajes, pero también que aquello le sonara a chino.
  Pero no, no le sonaba a chino.
  —Puede parecer extraño lo que te voy a decir; en ocasiones ha habido casos de personas que se han dirigido a la funeraria para que les gestionen cosas inconclusas tras su fallecimiento. Obviamente, se debería tratar de asuntos que no pudieran solucionarse por la vía legal y notarial. Es una tradición muy antigua.
 —Explícate, Dionisio. ¿Qué significa eso de que «les gestionen cosas inconclusas tras su fallecimiento»?
  —Sí. Es como una especie de testamento vital relacionado con las cosas más íntimas que ha atesorado el finado en vida o que están pendientes aún de realizarse llegado su ocaso.
  —No sabía yo que las funerarias se dedicaran a eso.
 —En realidad, las funerarias nunca se han dedicado a eso, sino a algo mucho menos prosaico, como todos sabemos, pero existió esa tradición en determinados lugares. Una especie de arraigo consuetudinario, sin regulación legal alguna. Lo leí en un libro que abordaba la historia de las funerarias en España cuando me preparaba para este puesto. Ya sabes que lo mío con estos asuntos funerarios va más allá de mi profesión; una pasión que ni yo mismo sé de dónde viene. El contenido de los mensajes puede consistir en la comunicación de algo que el fallecido no haya querido contar en vida, revelar algún secreto que no ha querido llevarse a la tumba, el lugar donde ocultó algo valioso que no quería que trascendiera hasta después de su muerte o, sencillamente, como en el caso del que llegó a tu teléfono móvil, saludar o felicitar a una persona concreta con el fin de que no se pierda la relación tras la muerte de uno de ellos.
 —Me imagino que sería únicamente en lugares pequeños, en los que solo existiera una funeraria, porque, de existir más de una, ¿cómo se podría asegurar que esa especie de testamento vital tras la muerte de una persona se iba a llevar a término? Las pompas fúnebres y toda la gestión del enterramiento podrían ser llevados a cabo por otra funeraria que nada sabría del encargo que dejó escrito el fallecido.
  —Lo has clavado, Miguel Ángel. Eres un hábil observador, algo que ya descubrí cuando te tuve de profesor.
  —Gracias por tus zalameras palabras, las que siempre tenías para mí cuando cometía un pifiazo —dije sonriendo, sabedor de la habilidad de Dionisio para tratar a las personas, algo que le sería muy útil en su profesión, supuse—. ¿Y esa tradición aún existe?
 —Es posible que en poblaciones muy pequeñas y donde solo exista una funeraria, como bien decías, aún podría existir, aunque de manera muy residual. ¿Ese dato arroja alguna luz al asunto de tu enigmático mensaje?
  —En realidad, no lo sé. Siento que estoy cada vez más perdido. Te preguntaré algo y me gustaría que fueras totalmente sincero: ¿tú crees que un mensaje podría ser una vía válida para comunicar esos secretos, lugares donde encontrar algo valioso o, sencillamente, como es en este caso, una felicitación, es decir, en definitiva, la exteriorización de esa especie de testamento vital al que te referías?
 —Puede ser que sí; de hecho, la mayoría de las gestiones encomendadas, según leí, se referían a mensajes relacionados con asuntos que han quedado pendientes o inconclusos, es decir, mensajes que no han sido enviados a tiempo por las causas que fuesen y que el interesado quiere que se lleven a cabo tras su fallecimiento. Es, al menos, lo que leí en este libro que te indicaba. Gracias a ese libro conozco esta práctica. Se comienza con un mensaje, que bien podría ser del tipo del que tú recibiste un mensaje de felicitación o algo así, y de ahí se deriva a mensajes más concretos, hasta llegar al principal, que es el objeto de la encomienda a la funeraria. En otros casos, tan solo se trata de un único mensaje y punto, una mera felicitación. Curioso, ¿no?
  —Por lo tanto, sus instrucciones conllevan el nombre exacto de la persona receptora del mensaje.
  —Sí. Aunque sea algo no oficial, consta de todos los elementos formales y solemnes de los documentos oficiales. De otra forma, el titular de la funeraria no se arriesga a cumplir esa misión, por muy insignificante que sea.
 —Pero si todo está perfectamente claro y escrito, ¿por qué la funeraria no se identifica cuando envía el mensaje?
 —No puede hacerlo. Así son las normas, (no escritas). Se supone que la persona que recibe el mensaje sabe muy bien de qué persona procede. La funeraria es el instrumento y no ha de tener protagonismo alguno.
 —Pero deduzco, en el caso de que se tratara de este asunto, que habrá habido algún error en cuanto a la recepción del mensaje. Por ejemplo, en una de las llamadas que hice se identificaron como funeraria Salmoral, lo que significa que dejaría en evidencia a la propia funeraria poseedora del encargo. Posteriormente, en las siguientes llamadas, eso ya no ocurrió.
 —No son descartables los errores, pero es muy difícil que se cometan. Suele haber muchos controles y comprobaciones previas, aunque es probable que en este caso, si es que se trata de un caso de este tipo, los controles han podido fallar. Los mensajes, cuando son telefónicos, han de venir con un número porque técnica y legalmente es lo que se exige y sabedora de ello, la funeraria solicita a la operadora que lo encripte. Lo que ha podido ocurrir es que la encriptación, que no es más que un programa informático, haya fallado.
 —No obstante, se lo enumeré al abonado que cogió el teléfono en la última llamada y coincidía con su número. De hecho, no lo había cambiado desde hacía casi veinte años, me dijo.
 —Entiendo que eso puede formar parte del supuesto fallo de la encriptación informática.
 —Sin embargo, me parece muy extraño que un mensaje que, en teoría, procede de hace un siglo utilice las nuevas tecnologías.
 —No tiene por qué ser extraño. El mensaje bien se pudo escribir en 1919, pero eso no impide que la funeraria lo entregue utilizando las nuevas tecnologías. El Quijote no se escribió en libro electrónico, pero se puede leer en ese formato.
 —Sí, tienes toda la razón. Mi observación ha sido un poco ingenua.
 —Solo otra pregunta, —añadí— que supongo que tendrás trabajo que hacer: ¿crees sinceramente que ese mensaje que recibí en Nochevieja es de esos? —me aventuré a preguntarle de manera directa.
 —En principio, basándome en que una de las llamadas se identificó una funeraria, tiene toda la pinta.
 —¿Y por qué soy yo el receptor?
 —Eso no lo sé, pero si quieres puedo indagar más e intentar averiguar con más detalle cómo funcionan estas cosas. Ya te dije que este tipo de asuntos no están legislados ni nada parecido, por lo que la única forma de obtener información es llamando a algún colega de funeraria que conozca ese funcionamiento y que quiera contarlo, claro está.
 —Ajá. Por cierto, ¿podrías hacer una cosa, si no es muy gravoso para ti?
 —Soy todo oídos.
 —¿Por qué no llamas con cualquier excusa a esa funeraria Salmoral de Ortaz, obviamente no a este número tan misterioso, sino al que aparezca en su sitio web o en Google y...?
 —¿Y preguntó así, sin más?
 —No, claro que no, pero sí podrías llamar con la excusa de algún aspecto entre colegas..., ya sabes..., y de camino acercarte a este asunto.   Más o menos con el mismo tacto que empleabas en clase cuando yo erraba en alguna explicación.
 —Tienes buena memoria, profe. De acuerdo, dame un poco de tiempo y pensaré en algo.

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