17 junio 2021

RELATO: LAS CUATRO ESQUINAS (INCLUIDO EN EL LIBRO PÉRDIDA Y OLVIDO)

Siempre suelo decir que mi creación literaria no bebe de la memoria, y esto es cierto por lo general, aunque no siempre. Por ejemplo este relato sí bebe de aquélla o, al menos, de lo que mi memoria actual conserva. Este relato se titula: 

LAS CUATRO ESQUINAS*


Aunque la taberna Las Cuatro Esquinas no abría hasta las cinco y media de la madrugada, era habitual que Andrés ya tuviera amarrada su vieja mula en la fuerte argolla de hierro incrustada en la fachada encalada, a las cinco. Encendía el tercer celtas cortos y ordenaba mientras abría el zurrón, en el que portaba los aperos de labranza y el almuerzo, que no era más que un trozo de tortilla de patatas que había sobrado de la cena, que su mujer le guardaba, añadiendo si acaso unos trozos de queso en aceite y pan. Sabía que era dado a la comida frugal porque, Andrés, siempre había preferido beber. Es por eso por lo que estaba ansioso y comenzaba a mirar el reloj, cada vez con más insistencia, porque era raro que Manuel abriera la taberna después de las cinco y media. Manuel ya sabía quién le estaba esperando, tras repetirse esa escena casi todos los días, hasta el punto de preocuparse si algún día llegaba a la calle solitaria para abrir su establecimiento, pero no estaba Andrés esperándolo. Por suerte, llegaba a los pocos minutos, mientras él encendía las luces, conectaba la cafetera y abría la otra puerta que daba a la calle más ancha. En varias ocasiones, Andrés no apareció, pero era su mujer, Rosario, la que, sin entrar, asomaba la cabeza a la puerta de la taberna, aún casi vacía, y anunciaba a Manuel que su esposo había pillado la gripe, pero aun en esos días febriles, Andrés sacaba fuerzas de aquel cuerpo pequeño y brioso y acudía a la taberna, a eso de las ocho de la mañana, una hora intempestiva para él. No obstante, eso ocurría muy poco; acaso, un par de veces cada dos o tres años, porque lo habitual era que ya estuviera tomándose su primera copa de anís fuerte a las cinco y media de la mañana, que él mismo se servía, casi siempre, mientras Manuel llevaba a cabo todos esos preparativos para poner el negocio en marcha.

Solía decir a todos los clientes (en realidad, todos amigos), sin dejar la copa en la barra ni un segundo, que esa mañana tenía que regar alguna de sus hazas en la vega, quitar las malas yerbas, escaldar la tierra o abonar, en función de la época del año; y si era verano, mas valía que lo hiciera antes de las once de la mañana, porque después sería imposible, cuando el sol estuviera por encima de su cabeza, abrasándole con los casi cuarenta grados que acostumbraban a marcar los termómetros en aquella parte del sur de la Península. Pero, daban las siete de la mañana, y Andrés aún seguía asido a su enésima copa de anís, viendo cómo entraban y se marchaban raudos todos los campesinos y la- bradores, clientes habituales de Manuel, que tomaban el café de un sorbo y se llevaban dos o tres medidas de aguardiente o coñac, en botellas de cerveza de un quinto de litro. En ocasiones, les pedía a sus vecinos de predio que le fueran abriendo la compuerta de la acequia, para que se fuera regando su haza, que él llegaría en unos minutos. Pero casi nunca llegaba. Y como ya lo conocían, era habitual que sus propios vecinos de finca regaran por él. Sabían que, cuando volvieran al bar de Manuel a tomar unas cervezas o unos vinos, una vez concluidas sus tareas agrícolas, él aún estaría allí; no ya con una copa de anís en la mano, sino con un vaso de vino para el que rechazaba la tapa, y agradecido por la labor de sus vecinos en su haza, los agasajaba hasta cansarlos, no dejándoles pagar ninguna de sus consumiciones ni dejándolos marchar. Incluso, era habitual que alguno más piadoso, acarreara con la mula y la llevara al establo de Andrés, para que el pobre animal no tuviera que sufrir la penuria de las muchas horas atada, dócil y silenciosa, a la argolla de la fachada de la taberna, sobre todo, en los meses del estío. Pero eso se solucionó fácilmente, cuando Andrés cambió la anciana mula, que pasó sus últimos días en un picadero, por una mobylette, ciclomotores eficaces y útiles, que estaban comenzando a llegar al pueblo y que era como una bicicleta con motor. Entonces, ya no había razón para que no pudiera estar en la taberna de Manuel todo el tiempo que quisiera, refiriéndose sin parar, con una copa de anís o un vaso de vino perenne en la mano, a las muchas tareas que tenía que hacer en el campo esa mañana y para las cuales madrugaba cada día.


* Las cuatro esquinas está incluido en el libro de relatos cortos Pérdida y olvido, disponible en Amazon. Puedes acceder desde aquí a la página del libro. Disponible en eBook y papel.


3 comentarios:

  1. Amigo José Antonio,  este relato lo estuve leyendo precisamente en tu libro dedicado hace unos días, en la tranquilidad de mi salón y ¡vaya si lo disfruté! Se nota que conoces también el tema de la vida de los pueblos, del hablar, de las costumbres, de los bares con los primeros clientes....me ha encantado amigo, porque también me trasladó a mis años de juventud y esperaba a que abriera el bar para el primer café y salir a trabajar a la obra a Marbella o a Estepona y era muy temprano....un fuerte abrazo

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    1. Celebro que te haya recordado esos años, amigo Paco. Resulta que este tipo de relatos costumbristas, que escribes tirando de memoria, tienen la virtud de ser extrapolables geográficamente, sobre todo en nuestros pueblos de Andalucía. Son lugares comunes que hemos vivido o nos han contado por lo que me pareció interesante contar lo que yo recordaba en forma de relato. Un fuerte abrazo amigo.

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  2. Tocayo, un relato, " Las cuatro esquinas" de ese tu "entrañable libro" "Pérdida y olvido", de otro tiempo que,fruto de esa transformación continua de nuestra "vida", de ese pequeño "mundo" que nos ha tocado vivir, "resuma" "añoranza", en definitiva "nostalgia" por ese pasado que se ha convertido en un trozo del acervo de nuestra vida. Y su protagonista, Andrés, es el transmisor de lo dura que era la vida en esos años de hace no tantas décadas. Andrés me ha recordado a Jeromo, un vecino que tenía mis padres por esos tiempos. Se llevaba su buena capacha todos los días al campo, a su lugar de trabajo. Se zampaba toda su capacha. Y se decía a él mismo: "Jeromo, has comido, has bebido; qué más quieres, trabajar, todos los gustos no se pueden dar". Y se volvía por donde había venido, habiendo sólo trabajado en el campo ese rato dedicado a comerse la capacha... También relaciono este relato con ese poema tan famoso de Bécquer "Volverán las oscuras golondrinas". De algún modo, aunque sean versos "románticos", se pueden aplicar también en este caso. Tocayo, es bueno tener presente el pasado. Sino siempre, si en muchos casos "entrañables". Un abrazo.

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Sin tu comentario, todo esto tiene mucho menos sentido. Es cómo escribir en el desierto.

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