¿QUÉ
ES PROGRESO?
Por José Antonio Flores
Vera
¿Qué
es en realidad progreso? Es la pregunta que me hacía hace unos días cuando,
desolado, veía que mi soñada vega, en el entorno de Pinos Puente, era
fraccionada por un enlace de autovía. Un año antes, cuando comenzaron las
obras, aun no queriendo creer lo que estaba por venir, las excavaciones de
cimentación de un puente dejaron al descubierto lo que, al parecer, fue un
amplio taller de cerámica tardorromano, según pude informarme. Me gustaba pasar
corriendo por allí e imaginar cómo sería todo aquello dieciséis o diecisiete
siglos atrás. Pero nada queda ya de todo eso. Tan solo la estructura de un
robusto puente que elevará la autovía para dejar existir un camino asfaltado
que comunica con los cortijos y hazas de la zona. Todo lo demás, el territorio
fértil por el que pasará el enlace de la autovía, será arrasado por esa gran
lengua de hormigón que creará dos bandos diferenciados. Una especie de muro de
Berlín para la fauna, flora y las muchas personas que por allí pasean, hacen
deporte o trabajan sus campos. Me pregunto si habrá habido algún estudio de
impacto ambiental que aconsejara elevar todo el tramo de autovía por medio de
puentes para evitar arrasar ese vergel que es la vega. A eso le denominan
progreso.
La
Real Academia Española de la Lengua en su primera acepción define el progreso
como ‘Acción de ir hacia adelante’; y en su segunda acepción como ‘Avance,
adelanto, perfeccionamiento’. Conceptos demasiado genéricos que, entiendo, no
sirven para comprender en su integridad qué puede significar el progreso que, se
supone, se ha de entender como mejora en la calidad de vida de las personas a
las que, en teoría, va dirigido. Sin éste, nuestras vidas no hubieran mejorado
tanto como lo han hecho en los últimos siglos. Eso no es discutible. Pero
afirmado esto, es necesario reflexionar acerca de si llegado a un punto ese
progreso no es más que involución, un ir hacia atrás. Por ejemplo, en el caso
que citaba del enlace de la autovía. Las preguntas que levitaban sobre mi
cabeza al ver ese leviatán de hierro y cemento eran las siguientes: ¿es
necesario un enlace de autovía que posibilitará que pasen más coches y que
conllevará dentro de pocos años la necesidad de otra autovía, que también
propiciará más coches? ¿Es más importante la implantación de la obra pública
que lo que destruye? Es probable que no nos hagamos esas preguntas con demasiada
frecuencia tan mediatizados como estamos por el buen nombre del progreso, pero
es necesario reflexionar sobre ello, porque un progreso excesivo y embrutecido podría
suponer a la larga dar muchos pasos hacia atrás. Porque progreso también es
preservar lo que nos ha regalado la naturaleza, la cultura o la historia.
Similares
preguntas debemos hacernos cuando -otro ejemplo real- una superficie comercial
da al traste con unos importantes restos romanos, perdiendo para siempre la
oportunidad de saber qué fue y cómo fue el origen de una determinada ciudad.
Para muchas personas unos restos arqueológicos no deben impedir ese progreso,
pero me pregunto también qué seríamos, en realidad, si no conocemos lo que la
historia nos ha legado. Porque poder presenciar los restos de hace dos mil años
de una determinada ciudad es cultura; y la cultura -insisto- también es
progreso. En este caso que comento, ni siquiera se han molestado en construir
una estructura de cristal en el suelo que permita recordar esos restos, una
formula bastante usada en ciudades históricas, incluida, Granada.
No se
me escapa que para muchos sectores el progreso es tan solo construir y
construir (lo que conlleva casi siempre destruir y destruir) sin mirar atrás,
si bien, siempre serán los mismos sectores de siempre los que opinen así: los
económicos y, en gran parte, también los políticos. Ambos se amparan -y
mienten, en la mayoría de las ocasiones- en la creación de empleo y riqueza. Y,
lógicamente, cuando se pronuncian esos términos tan absolutistas, que no admiten
opinión en contra, poca gente se atreve a cuestionarlos, a pesar de que en
muchas ocasiones ni ha habido creación de empleo ni, por lo tanto, riqueza.
Solo ha quedado la excusa que ha permitido llevar a cabo el proyecto;
megalómano, la mayoría de las veces.
Pero, ¿y los ciudadanos? ¿Qué papel
representan en todo esto? Ciudadanos a los que jamás se les pregunta sobre si
consideran necesaria una autovía o un centro comercial o, bien, preservar un
espacio de vega o unos restos romanos. Se supone que el voto cada cuatro años
(últimamente cada seis meses) lo valida todo, pero no debería ser así. De
hecho, hay ejemplos de países, como es el caso de Suiza, en los que antes de
acometer alguna obra pública de calado lo suelen consulta al pueblo. Aquí, en
cambio, solo sabemos de ella cuando comienzan a atronar las máquinas sobre
nuestras indefensas cabezas.
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