Te
detienes a la salida del pueblo, en algún lugar perdido entre olivos. Quieres tomar aliento para poder
continuar corriendo y completar la ruta de diez kilómetros diseñada. Es uno de
esos momentos de euforia en el que dejas que tus ojos se paseen entre el verdor
de los olivos y se relajen mirando en lontananza. Una especie de premio por los
cinco kilómetros conseguidos al tiempo que la antesala de los cinco por
conseguir.
Los ojos, con voluntad propia, se
detienen en un punto: las últimas calles del pueblo, de tu pueblo; familiares y
extrañas al mismo tiempo. Pero distintas. Cada vez más distintas, más lejanas
en tú pensamiento.
Te sientes aturdido de pronto. Los
sentimientos de euforia de un minuto antes ahora son de aturdimiento, de
desposesión. Es tu pueblo, pero no lo reconoces. Podrías admitir sin
problemas que tus años de ausencia en él lo han transformado. Obras, nuevos
diseños de mobiliario urbano, nuevas construcciones de edificios, relevo generacional....Pero
no es eso lo que tú aprecias, no es eso lo que sientes. Son otras calles,
otras gentes. Es otro pueblo. Y si es otro pueblo ¿quién eres tú? ¿Dónde están
guardados todos esos años allí vividos? ¿Dónde los recuerdos? ¿Los amigos? ¿La
familia? Si el pueblo es otro, entonces, el pasado se ha revertido. ¿Otra dimensión?
¿Otra secuencia?
Desistes de seguir corriendo. No
puedes hacerlo. Alejarte no es ahora lo adecuado. Acercarte sí. Y te adentras en
las calles, en las plazas, entre la gente. Pero el resultado es aún más
desolador.
Sabemos cuando se nos mira como a desconocidos. Vas a un lugar nuevo y hay algo en los ojos de los demás que te
dicen que no te conocen, que nunca te han visto por allí. Que eres un extraño.
Un extraño.
Entre la gente.
En las calles y en las plazas.
En los bares te atienden de manera
distante. Lo percibes al momento. Quisieras sentir la cercanía en el trato que
sienten los lugareños. Pides un café y te lo sirven. Pero ese café es neutro. Casi
inhumano. Sin calor.
Sin calor.
Sin esencia.
Un extraño.
Te aproximas a un rostro que crees reconocer,
pero ese rostro no reconoce el tuyo. Llamas a ese rostro por su nombre. Estás
seguro de saber quién es. Es uno de tus amigos de la infancia. Con él jugaste durante
muchos años. Lo agarras por los hombros y lo miras. Le dices: ¡soy yo! Pero el
individuo se zafa de tí como puede. Cree que eres un loco. Y de pronto te
sientes como debió sentirse George Bailey. Nada ha existido. Porque no has
nacido.
Un extraño.
Sin pasado.
Sin futuro.
Alguien pasa a tu lado y te mira con expresión cercana.
Atisbas un gramo de esperanza. Es un
hombre mayor que se conduce a duras penas apoyado en su callado. Le preguntas
qué está pasando. Te mira con entendimiento y te habla con un tono de voz hueco
que no has escuchado jamás. Te dice: 'Tu pueblo está en tu mente'.
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