Por José Antonio Flores Vera
Dicen que enero tiene el lunes más triste del año. Una tristeza que es fronteriza con la melancolía. Por su propia naturaleza los lunes son tristes. La tristeza entra por la ventana de la sala de estar el domingo por la tarde, y ya se queda a dormir en casa como ese invitado indeseable al que no es posible convencer para que se vaya a un hotel. Porque las habitaciones de los hoteles también son tristes. Lo son todo el año.
Este año he decidido fijarme en ese lunes triste de enero, en los rostros de la gente que pasa por la calle, pero no ha sido tristeza lo que he visto sino apatía. Una apatía que se va formando a base de hartazgo. Es posible que el exceso navideño tenga mucha culpa y hasta el próximo festivo aún queda mucho. Es como si la tristeza o la melancolía o la apatía no tuvieran nada que celebrar.
En enero los días son fríos, incluso donde no hace frío. El sol se asoma muy levemente, como si quisiera despedirse para siempre. Y todo eso tiene mucho que ver con el estado de ánimo. También el cargo de la tarjeta de crédito de los excesos de diciembre. Esa alegría material que se hace número y que luego duele. Por eso enero es bueno para la introspección. Para ajustar cuentas con la reflexión y los sentidos. Un mes más alejado de lo material a pesar de las rebajas. Posteriormente llegará febrero que de manera imperceptible irá dando color a las cosas, como si fuera preparando la primavera en la que ya se verán las cosas de otra manera. Habrá más presencia en las calles. Y más terrazas. Y más ruido. Los gritos ahogados reverberarán por las esquinas.
En realidad, enero es nuestra hibernación natural como si algo de nuestros antiguos genes de animales prehistóricos de vocación reptiliana necesitaran manifestarse una vez al año. Pero ocurre que nuestra hibernación humana casi nunca es compatible con nuestras obligaciones sociales y laborales. Por eso son tan ansiadas las vacaciones posnavideñas: para hibernar; para desaparecer de la calle; para poder encerrarse en las cuatro paredes del hogar, para no estar. Casi para no existir.
En una sociedad tan digitalizada como la nuestra, en la que Internet y las redes sociales tienen cada vez más presencia en nuestras vidas, hasta el punto de que ya no es fácil saber qué tanto por ciento es virtual y qué tanto por cierto es físico, la impronta de enero también es muy notoria. El interés por comentar y exhibirse es menor, como si se tratara de una especie de hibernación digital, una especie de introspección virtual muy necesaria para replantearse los excesos del resto del año, para decidir qué proyección queremos dar de nuestro yo virtual en el futuro. Por tanto, enero es purificador. Lo es tanto en el ámbito real como en el virtual. Una purificación que podría ser la respuesta real a esos propósitos de principio de año que jamás se cumplen.
Así es tocayo, enero es triste. El invierno es triste. Como bien dices, "En enero los días son fríos incluso donde no hace frío". Y yo creo que la tristeza, como un sentimiento "humano" que es, no es mala.Puede ser que a veces la tristeza sea un paso previo, una fase, para llegar al estado anímico contrario. Es decir a la alegría desmedida y contagiosa. Todo tiene su hueco en nosotros. Y por supuesto que también su por qué. Y la tristeza también ha de tenerlo. Como decía, creo que la tristeza debe de servir como trampolín para llegar a un estado anímico totalmente contrario. Sí, el invierno nos invita a hibernar. Pero, como bien dices,"nuestra hibernación humana casi nunca es compatible con nuestras obligaciones sociales y laborales".
ResponderEliminarDe acuerdo como siempre con tus impresiones José Antonio. Has captado muy bien lo que he querido transmitir con el artículo. Un saludo.
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