09 junio 2014

EL DESÁNIMO TE HUMANIZA

Podría ser que quienes nos ven correr por caminos, calles, carreteras y otros lugares, nos imaginan seres estables, sanos, esforzados, gente que dedica parte de su tiempo libre a ejercitarse  y a acumular kilómetros, prescindiendo de otros placeres en los que ocupar ese tiempo. Eso podrá parecer bien a la mayoría e, incluso, podría ser considerado como ejemplar. Entre otras cosas, porque no todo el mundo tiene esa teórica voluntad para ponerse a correr ya llueva, haga calor o el frío congele la sangre, y si la tiene no siempre encuentra el momento para comenzar. Pero ocurre que no siempre lo que reflejamos con nuestra actitud deportiva es un trasunto de lo que nos va dictando la mente o las sensaciones. 
Porque más veces de lo que se piensa los que corremos de forma habitual somos víctimas de lo que yo denominaría 'el síndrome del corredor de fondo'. Un síndrome que tiene muchas caras y que opera más en lo anímico que en lo físico. Podrás ir mal físicamente y eso, lógicamente, se traslada a la parte anímica, pero es mucho peor cuando ocurre al contrario. 
No se trata tanto de correr anímicamente mal cuando algo en tu vida personal te está afectando de manera importante. Es más, yo siempre aconsejo procurar salir a correr cuando eso ocurra, ya que el ejercicio al aire libre suele ser una buena terapia. Me refiero a otra cosa y que en el entrenamiento del sábado experimenté y que trataré explicar, si bien, creedme si os digo que es muy difícil hacerlo con palabras.
'El grito' de Munch
No es algo muy frecuente. Sí me ha ocurrido que he sentido apatía corriendo, generalmente por sobreentrenamiento, o desconfianza, cuando he salido de una lesión y he vuelto a los caminos. Ambas cosas son normales. Pero lo del sábado fue otra historia. 
Una especie de vacío ontológico que duró tan sólo unos segundos. Había superado el kilómetro once de mi ruta de trece y me encontraba en un lugar de terreno de vega muy descubierto. No había apenas árboles y la tarde estaba ya en su ocaso, además, no había un alma en el camino. Todo eso hizo que en mi mente aquel camino se me representara como un páramo. Un terreno excesivamente yermo y raso en el que era difícil establecer referencias. Es un camino que conozco bien y que no había visto nunca de esa manera, pero en mi mente se representó así de hostil en esta ocasión.
Y fue entonces cuando esa visión se mezcló con la motivación de seguir corriendo e, incluso. de seguir escribiendo (de nuevo el ¿qué hago aquí?). Momentos en los que una gran pregunta de vocación ontológica se cierne sobre tu cabeza con una lucidez inusitada. Supongo que alguna endorfina que no ha encontrado su ruta correcta, me dije cuando llegue al coche. Por buscar alguna explicación.   
Lo curioso es que a pesar de no atravesar mi mejor forma por las muchas circunstancias por las que he atravesado, no iba mal a nivel físico, es más, percibo que crezco cada día.  A un ritmo constante de entre 4'55'' y 5'05'' el mil y sin demasiado sufrimiento, por lo que el problema físico no tuvo nada que ver con el estado anímico. Unos segundos de zozobra, de inseguridad, de indecisión, los cuales también tenemos que glosar aquí para que se observe y aprecie que no todo lo que nos ocurre a los corredores es miel sobre hojuelas. Porque esos momentos nos humanizan y hacen que nos percibamos a nosotros mismos con más transparencia y objetividad. No diré que sean momentos agradables, pero sí necesarios. Aunque, eso sí, muy cabrones.                

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