Puerta amurallada de entrada a la ciudad (Foto de J.A. Flores) |
Si nadie te cuenta nada sobre
Rothenburg, no habrá forma de imaginarla a pesar de haber llegado ya a su pequeña estación
de tren, de presencia tan poderosa en cualquier rincón de Alemania. Una
estación correcta, ni nueva ni vieja, y un paisaje a su alrededor que te dice
poco.
Y aunque nada sepas de este lugar de casi once mil
habitantes, alguien te filtrará de que se trata, quizá, de la ciudad alemana más
visitada por japoneses. Ese dato te podrán en guardia porque sabes que nuestros
lejanos vecinos de la tierra del 'Sol naciente', eligen los rincones del
planeta, por muy lejanos que estén, en función de su atractivo fotografiable.
Por tanto, te dices, debo estar ante una ciudad verdaderamente singular.
Y lo estás.
Nosotros ya íbamos arengados por su singularidad, pero
eso no fue suficiente. Es una ciudad que ya has soñado y, quizá, no lo sepas.
Una ciudad que ya has visto en tu imaginación o en alguna película o te la has
imaginado leyendo algún cuento medieval. Pero nada será comparable a ese elixir
que correrá por tus sentidos cuando alcances a verla con tus propios ojos.
Lógicamente, hizo mucho el hecho de verla totalmente ataviada de adornos
navideños, pero según nos contó nuestra acreditada 'cicerone', AL, también en primavera es una ciudad-espectáculo.
Probablemente lo sea todo el año.
Una ciudad que pareciera detenida en el tiempo (Foto J.A. Flores) |
La mayor parte de la ciudad -es
posible que toda-, está dentro de una antigua fortificación, que conserva sus
murallas y su exquisita puerta de entrada, que también existe en la parte
suburbial de la ciudad. Ambas puertas -ignoro si habrá una tercera- son tanto
de entrada como de salida y poder imaginarse, en tiempos ancestrales, el acceso o la salida de los
carruajes medievales tirados por caballos pecherones propios de Baviera, es
tarea fácil. Incluso, por muy poco desarrollada que esté la imaginación de
visitante de ojos asombrados.
Quiso el destino -o su belleza- que no fuera destruida
por los países aliados durante la liberación de la Segunda Guerra Mundial. Es
un privilegio que sólo ofrece la belleza. Pero también mucho habrá que deber a sus
gestores, los cuales han sabido conservar la ciudad, hasta el punto de parecer
detenida en el tiempo.
Por tanto, sumergirse en ella es vivir como en una
especie de cuento; como vivir dentro de una ciudad de juguete y durante toda la
visita no dejas de preguntarte del momento de tu vida en el que ya has visto o
has creído ver esta ciudad, aunque fuera en visión onírica. Lógicamente, no es tarea fácil saberlo, como nunca
lo es acordarte de todo lo que has soñado.
En Rothenburg, cualquier rincón es pintoresco (Foto de J.A. Flores) |
Una vez traspasada la puerta amurallada de entrada,
presidida por dos coquetos tejados terminados en punta, que te recuerdan a los
que coronan muchos de los edificios del Madrid de los Austrias mayores, una
empedrada calle repleta de comercios elegantemente ataviados con sus productos
y motivos navideños, te deposita en su curiosa plaza central, la cual está
presidida por un enorme árbol navideño natural, repleto de pequeñas guirnaldas de diversos colores. Además, para la ocasión, la plaza también está repleta de pequeños
puestos navideños, en los que se venden artículos y productos de la época y se dispensan salchichas cocinadas al estilo bávaro,
licores y el siempre presente vino caliente, que tan bien sienta a los helados
cuerpos e impresionados espíritus de los visitantes.
La plaza mayor o principal, enclavada en una leve pendiente, no es circular pero tampoco rectangular. Se
podría decir que no tiene una forma geométrica definida. Era ocasión única para llevar a cabo el ritual que
cientos de personas a esas horas están llevando a cabo: tomar un vino caliente
y alguno de esos fuertes licores bávaros. Y con esas pintorescas jarras
decorativas -que pueden ser adquiridas o recuperar el dinero que se deja a tipo
de fianza- comenzamos un deambular por todas y cada una de las calles que
surgen desde esta misma plaza. En esos momentos, no son las piernas las que caminan: es la imaginación y la infinita capacidad de asombro. Todo lo que vemos
nos atrapa. Te detienes ante el escaparate de una repostería y cuando quieras
pensarlo ya estás dentro del comercio comprando alguno de sus exquisitos
dulces en forma de bola; te detienes ante el escaparate de motivos navideños y cuando quieras
pensarlo ya estás dentro guiado por tus sentidos y tus ojos, asombrándote con
todo lo que ves: figuras de madera de todo tipo, adornos de belenes y árboles
navideños inimaginables e infinitos, relojes cucús de todos los tamaños y formas....nada
parece faltar en las abigarradas y decoradas tiendas. Pero, aún así, todavía no
sospechas de lo que te vas a encontrar a continuación, algo que supera con
creces a todo lo que has visto hasta ahora en cuanto a motivos navideños. Se
trata de la fastuosa tienda museo 'Käthe Wohlfahrt'. Advirtamos que el disfrute
de este sitio conlleva poseer, al menos, unos gramos de espíritu navideño. Y si
esos se poseen, dejarte llevar por sus laberínticos pasillos, perfecta e
inimaginablemente decorados, puede ser una de tus mejores experiencias navideñas.
Un pasillo conduce a una sala enorme; y de esa sala enorme salen nuevos
pasillos que conducirán a otro gran espacio en el que podrás contemplar un árbol
de navidad gigantesco, condimentado con todos los motivos y luces navideñas
posibles junto al cual se señorea un trineo a escala real repleto de regalos, en
el que se sienta una figura de Papá Noel a escala natural y es arrastrado por
renos que parecieran labor de taxidermista.
Foto de J.A. Flores |
Por tanto, a estas alturas del recorrido ya te encontrarás
tan atrapado y embebido por el espíritu navideño que te planteas quedarte a
vivir allí. Hasta ese momento, creía que este tipo de cosas tan sólo se veían en
las películas navideñas hollywoodienses de alto coste que inundan nuestras pantallas en esta fecha.
Cuando salimos de aquel sitio, aún con los ojos
repletos de la infinita plasticidad que acabamos de ver, nos aguarda el espectáculo de
la noche navideña en las empedradas y coquetas calles de Rothenburg. Y,
entonces, se abre ante nosotros una nueva ciudad. Las luces de las calles, las
guirnaldas de sus árboles y la exquisitez de sus comercios, nos invitan a
patear de nuevo los lugares que ya habíamos visto de a pleno luz del día, sin que a ninguno se nos
ocurriera ni tan siquiera referirnos al momento de despedirnos de ese mágico
pueblo de la Baviera alemana.
Pero había que hacerlo si queríamos llegar a buena
hora para apurar nuestras últimas horas en Würzburg y dar buena cuenta de una inolvidable última cena. Así que cuando salíamos por el arco por el que habíamos
entrada unas horas antes, el instinto te decía que era mejor que no miraras
atrás, como suele ocurrir en las sentidas despedidas.
Una vez en el tren comprendimos que la ciudad ya iba a formar parte de nuestros recuerdos más selectos. Probablemente, para el resto de nuestras vidas.
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