Agosto es un mes huérfano. No se le conoce padre ni madre; si acaso el hermano menor julio y su pariente cercano septiembre. Por tanto, ajeno a procelosas relaciones familiares circula por la vida con la impronta de quien no tiene futuro ni pasado.
Pero Lorenzo, el sol, sí lo aprecia. Es más lo busca de manera obsesiva de entre sus congéneres hasta que por fin lo convence para que marchen juntos de la mano. Y como es de natural solitario, agosto se dejar mimar con gusto y dicha.
Agosto baña las calles y plazas de las ciudades de amarillo a mediodía y de cálidas sombras en la noche, pero también sabe estar cuando se lo propone en esas otras calles y plazas ribereñas o montaraces, inundando todos esos rincones soplidos frescos nocturnos. Y cuando en la noche logra zafarse de su amigo el sol, como si fuera un niño travieso, baila con las olas y la luna hasta que Lorenzo vuelve a encontrarlo y recogerlo.
Un incomprendido, sin duda. Un mes que llegar sin avisar y se va con estrépito. Un mes que como si fuera un reptil hiberna para cargar las pilas durante once meses y, así, de manera callada resurgir de ese hiberno con energías renovadas para ir decreciendo poco a poco, dejando paso a su pariente cercano, mucho más timorato y taimado.
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