Me motivan sobremanera esos caminos. Perennes, inalterables todo el año, soportando la lluvia, la nieve -en ocasiones, el sol, el viento, inalterables siempre-. Por eso me gusta atravesarlos, comprobar que cada una de sus piedras, de sus imperfecciones, siguen ahí, inasequibles al desaliento.
Si el tiempo es frío, se percibe la dureza del invierno en cada metro; pero si ha llegado la primavera, no será difícil encontrar pétalos de alguna rosa caída; en otoño se visten de hojas, adquiriendo un color inédito; en verano brillan por el efecto del sol, y si corres por ellos en una hora de calina, su aspecto amarillento y seco casi te deja sin aliento. Pero son los mismos caminos de siempre. Ya sean de la Vega, del entorno del Pantano o de cualquier otra zona, siempre están ahí, pacientes, como aguardando que las Asics, las Saucony o las Brooks revoten en ellos y hagan avanzar las piernas.
La filiación que tengo con esos caminos es intensa. Forman parte de mi historia personal, de la época de travesuras, corriendo por ellos raudamente tras apoderarnos de una buena mata de habas; o de los tiempos en que Paco y yo, junto a otros amigos comenzábamos a dar los primeros torpes pasos, por rutas que no alcanzaban más de cinco kilómetros, distancia que para nosotros era toda una hazaña. O bien, cuando degustábamos nuestra particular fiesta anual que llamamos "La romería", a pesar de que no existan ni romeros ni santos que homenajear. Pero ahí estaban también presentes esos caminos, testigos de nuestras locuras adolescentes y no tan adolescentes, con Emilio, con Fernando, y con tantos otros que ahora están dispersos.
Y, ahora, sigo visitando esos caminos, casi a diario, como dos viejos amigos que nunca se separan, a pesar del incierto transcurrir del tiempo. Trotando a través de ellos con independencia de la climatología, feliz de poder seguir encontrándomelos inalterables, de poder visitarlos siempre, comprobar que siguen ahí.
Caminos solitarios las más de las veces, frecuentados principalmente por quienes están en la obligación de hacerlo por motivos profesionales: los agricultores. Aunque también ellos palpan a diario su esencia y para mí tengo que muchos de estos agricultores buscan en la compañía de las acequias y las huertas la soledad que necesitan. De hecho, siempre veo a los mismos agricultores por la Vega, ya haga frío o calor, bebiéndole el tiempo lentamente, concentrados en sus labores de riego o recolecta. A muchos les saludos y me saludan como si existiera un pacto tácito entre ellos y yo mismo: ellos se congratulan con sus tareas y yo dando zancadas. En invierno les veo recolectando la aceituna y en verano las patatas y los ajos. Están siempre allí, estamos siempre allí. A veces pienso que lo que buscan ellos en estos privilegiados lugares es muy similar a lo que yo busco: como si fueran las dos caras de una misma moneda.
Probablemente quien lea esto no pueda imaginar el privilegio que supone para mí tener a tiro de piedra estos caminos para correr.
Como decía, ahora en verano esos caminos rezuman un color amarillento de sol inmisericorde y los encuentras familiarmente extraños. La sequedad de alrededor en algunos de ellos, como es el caso de la zona del Pantano del Cubillas-Caparacena, y el clamor de la Chicharra, que comienza su cantar cuando aparecen los primeros rayos del sol; la sequedad, decía, me produce una emoción especial. Correr por esos caminos, secos y polvorientos, rodeados de una sequedad inaudita y con ese característico sonido de la Chicharra anunciando el calor, es algo grande. Pero igualmente es estimulante atravesar la Vega y comprobar el rumor de las acequias y esa mezcla de intenso calor y frescor de las alamedas. Por eso decía el otro día en la Bitácora que me agrada correr cuando ya existe un calor apremiante, precisamente para no perderme todo ese espectáculo salvaje que ofrece el verano.
O como ocurre en invierno cuando percibes a cada paso la insufrible dureza de los caminos exentos de polvo, como antes decía; cuando compruebas que los charcos repletos de barro están rígidos por el frío y cada kilómetro te parece una odisea. También en esas circunstancias la emoción por correr por esos lugares es fuerte.
O en otoño. La languidez de las tardes; las hojas caducas alfombrando la tierra y ese lento transitar por los caminos, sin que sea posible cruzarte con un alma.
O bien la primavera, época en la que los caminos y sus alrededores parecen vestidos de fiesta, siempre engalanados por los rosales y las adelfas de las orillas y ese sordo rugir de grupos de mujeres con las que te cruzas, que alejadas de los rigores del frío hacen de estos lugares su particular "ruta del colesterol", ahora que las prendas más ligeras delatan.
Un privilegio amigos y amigas. Así vivo el poder correr por estos lugares: un permanente regalo de la naturaleza.