Existen ciudades que pueden ser contadas y otras que tiene que ser visitadas para poder contarse. Entre estas últimas está París.
No es fácil saber si es por la configuración de sus calles, por su luz, por su río, por sus terrazas, por sus comercios, por su historia, por sus museos, por la variedad de su gente... No, no es fácil saberlo; es probable que por su suculenta mezcla. Podrás poner la máxima atención a lo que te cuentan sobre ella, incluso, las personas más afines a ti, pero jamás, ni tan siquiera el mejor orador, podrá describir con palabras lo que necesita ser visto con los ojos. Con los ojos personales.
Yo era uno de los que me resistía a visitarla porque no estoy cómodo en las grandes ciudades; me altera ver tanta gente junta; me estresa tanto ruído: de vehículos, de sirenas, de obras, de gente chillando..., tanta vocación comercial y consumista por doquier, tantos estímulos, tanto por ver y por no ver, así que me resistía.
Pero fui. Como antes había ido a Londres, a Roma, a Dublín, a Bruselas...
Ahora tan solo pienso en lo que pensaría si, tal como pensaba, no hubiera ido. Por supuesto, no hubiera superado esa frontera entre contarte y ver; y hubiera sido del pelotón del que se habrían de conformar con lo que le cuentan. Por suerte, ahora soy del pelotón de los que han visto.
Pero ¿es tan magnífica esta ciudad como para que merezca la pena escribir estas palabras panegíricas iniciales? Sí, están justificadas. Ahora, vayamos con el viaje.
En mi caso, fueron necesarias tan solo dos horas y pocos minutos más de viaje (Granada-París). En el vuestro haced las cuentas; pero no debe ser gravoso porque París está repleta de gente del lejano Oriente y aquellos me temo que necesitan mucho más de dos horas y pocos minutos. Así que el problema, la dificultad, la pereza, no debe estar en lo que se tarde en llegar; mucho más duro es regresar.
París y la Torre Eiffel, desde el avión, minutos antes de aterrizar en el aeropuerto París-Orly.
Del aeropuerto de París-Orly a la gran ciudad no emplearás mucho más de media hora si vas en taxi o vehículo con conductor (tipo Uber); y aunque fueras en transporte colectivo, tampoco vas a tardar una eternidad. Algo más si tu vuelo te deja en el otro gran aeropuerto el Charles de Gaulle, aunque nada que te haga perder el sueño.
Conviene que la estancia en París sea lo más céntrica posible; al menos, dentro del perímetro de la urbe de poco más de dos millones de almas; aun así, lo que no conviene es estar demasiado lejos de los distritos centrales (el II, el V, el XII, el XIV...), en los que tienen su sede los principales monumentos, iglesias y museos, y radican las más fabulosas calles, comercio y coqueta hostelería, es decir, no lejos de sus dos ilês más emblemáticas: La Cité y St. Louis; pero es más caro. La otra opción, más económica, es alojarse en el Grand París, con sus casi once millones de habitantes, pero eso supondrá muchos kilómetros de transporte público y un empleo considerable de tiempo para ver lo que hay que ver en realidad.
Alguien dijo que los monumentos de París son sus avenidas, sus plazas, sus calles, sus espacios verdes. Yo lo suscribo. Callejear por esta ciudad es una gran experiencia, probablemente la mejor experiencia que echarás en tu zurrón; pero no hay que dejar de ver, al menos, sus dos museos franquicia: el Louvre y el d'Orsay (más adelante, contaré sobre estos museos y sus monumentos imprescindibles; los que pude ver, claro está), aunque en ninguno de los dos te sentirás solo, sea la época del año que sea. Y hablando de épocas, yo no iría en los meses del estío porque las grandes temperaturas ya no son patrimonio de los países del sur y en una ciudad como París hay que andar. Y mucho. Ir en mayo es fantástico: días largos, mucha luz y con un poco de suerte no demasiado calor ni tampoco excesiva lluvia (aunque París sea una ciudad con una pluviometría alta).
Callejear es la estrella, en mi opinión. Es lo que hicimos, nada más llegar, mis acompañantes y yo. Callejear sin brújula. Empaparse del ambiente de la ciudad, atravesar su río y entrar y salir en y de sus islas emblemáticas a través de alguno de sus largos puentes..., ya habrá tiempo de planificar visitas, en función, claro está, de los días de estancia. Una semana es un periodo perfecto para saborear la esencia de esta mágica ciudad. Más tiempo, mucho mejor; menos, mucho peor.
Y si vas a callejear, propongo que, en principio, sigas la ruta de su gran río, el Sena, y entres y salgas de sus islas y alrededores, como antes decía. El río es un punto de referencia vital para esta ciudad, a cuyas orillas están sus monumentos más representativos.
«Pero ¿por qué aún no has citado su monumento estrella, la torre Eiffel?», me preguntaréis algunos. Y yo os responderé que eso exigiría una capítulo aparte. Y como la ciudad es inabarcable y hay que abordarla por etapas, este relato viajero también lo hará por partes.
Aquí acaba la primera.