21 mayo 2025

UN VIAJE A PARÍS (II)

 


París, como todas las grandes ciudades, te puede abrumar; pero en esta ciudad, sentirte abrumado no será tan solo por su enormidad (que lo no es tanto si tan solo nos centramos en los distritos que hay que visitar), sino por su atractivo, por el descomunal despliegue de opciones que ofrece. La uniformidad de sus edificios, será una de ellas, pero, por supuesto, no la única.
    El viajero comprenderá al poco de llegar que se encuentra en una ciudad pensada para la vida, pese a que el clima, por lo general, no acompañe siempre; de ahí que haya sido cantada como una de las ciudades -si no la más- más bonitas bajo la lluvia que, como decía en la primera parte de esta bitácora, suele ser abundante y persistente. Pero eso no importará, sobre todo al residente, que no renunciará a sus coquetas terrazas, muchas de ellas floreadas.
    En París hay rincones que son espectáculos al aire libre, pero su interior encierra aún mucho más, formando todo un carrusel perfecto de lugares únicos e inimitables. Por ejemplo, sus museos. Los hay grandes e importantes en todas las ciudades que se precien, pero en París son aún más grandes e importantes y señorean una especie de insignia de liderazgo sobre los demás que pueblan el mundo entero. Hablemos de dos de los más importantes, si no los más.

EL LOUVRE

    Conozco el Museo del Prado y conozco la National Galery. En ambos he disfrutado. Y no diré que he disfrutado más de las pinturas de El Louvre (El Prado siempre será para mí el predilecto), pero sí de su enormidad, su descomunal enormidad. Es difícil pasear por las orillas del Sena y no tener casi siempre a la vista el edificio de este descomunal museo. Por supuesto, el valor de sus obras es incalculable, como lo son las que alberga El Prado e, incluso, la National Galery. Sin embargo, el Louvre, por varios motivos es excepcional. Ya he hecho alusión a su enormidad, pero también a su peculiar entrada a través de la conocida pirámide; otro muy importante es su inventario de esculturas de todas las culturas y épocas. Es, tal vez, uno de sus principales valores. Pongamos por ejemplo la famosa Venus de Milo o La Victoria alada de Samotracia, erigida sobre el 190 antes de nuestra era cristiana. Pero estas dos, siendo de las más conocidas, son tan solo un pequeño ejemplo de lo que podremos encontrar en este majestuoso y fastuoso museo.
    En cuanto a pintura, no será necesario preguntar a cualquiera de sus vigilantes, porque la masa humana te llevará automáticamente a la principal y más mediática: La Gioconda (o La Monalisa) de Leonardo da Vinci, un cuadro pequeño que de tan mediática, tan cinematográfica, tan famosa hará las delicias de quien consiga observarla desde no demasiada lejanía, por poco que se entienda de pintura. Esta obra, junto a La libertad guiando al pueblo, de Eugéne Delacroix, pasan por ser de las más visitadas. 
    Hay que mencionar como aspecto negativo, a pesar de su enormidad, el volumen de visitantes. No será demasiado problema en muchas de sus infinitas salas, pero sí cuando se trata de las salas más visitadas. No obstante, la organización es excelente y la libertad de movimientos es completa, pudiendo salir y entrar a lo largo del día. Una recomendación, que es extensiva a todos los grandes museos del mundo: no se pretenda visitar todo en un día; y lo que se seleccione se debe de hacer con mesura y criterio, con los convenientes descansos en las zonas comunes, sus muchos espacios hosteleros o cómodamente sentado en alguna de sus grandes salas. Es la mejor manera de salir indemne de este gran espacio. Conviene ir ya con la entrada comprada.

EL D'ORSAY 

    Se trata del otro gran museo de la ciudad, en este caso dedicado a la pintura impresionista occidental del siglo XIX y principios del XX. Allí se encuentra, si no toda, sí la más importante. De ahí su importancia. 
    Ocupa, igualmente, un vasto edificio que albergó la antigua estación ferroviaria de Orsay. Es algo que advertirá el viajero nada más entrar. Pero, también, como ya ocurría en el Louvre, las colas son tremendas y conviene ir con la entrada ya en la boca, es decir, comprada de antemano a través de Internet con el máximo tiempo de antelación. 
    Uno de los mayores problemas de este museo es su masificación, como ya ocurría en el anterior. Una masificación que se aprecia más al estar sus obras más mediática en salas más angostas. Por supuesto tampoco será necesario preguntar por las obras de Vincent Van Gogh, ni por las de Claude Monet, entre las de otros impresionistas conocidos por el gran público. Tendrás suerte si consigues acercarte un poco para ver La noche estrellada o Los nenúfares; por supuesto, lo podrás hacer con paciencia, porque la ventaja es que la mayoría de la gente apenas se queda observando los cuadros, todo lo más, hacen su foto de rigor y se van. No obstante, hay que advertir que puede ser agobiante y claustrofóbico. De ahí que para nada se te ocurra ir en los meses de mayor turismo. 
    Una buena solución es comer en su coqueto restaurante reservando mesa. Eso te permitirá recargar fuerzas y seguir observando porque hay mucho que ver, mucho. 
    Una anécdota: si viste la popular famosa de Mr. Bean, lo último en cine catastrófico, no te pierdas el cuadro protagonista de la película, La madre de Whistler. Te encantará estar delante del icónico cuadro y no podrás dejar de recordar con suma hilaridad cómo quedó en manos del desastroso Mr. Bean. 



    

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