05 junio 2017

ROMA, LA CIUDAD ETERNA (III)

Calle típica del Trastevere
     Pero también está la Roma decrépita y sucia. Decrépita, no solo por su antigüedad, sino por las diversas trabas administrativas con las que cuentan sus edificios del centro histórico para ser reformados. Este viajero se hospedó en un apartamento que forma parte de un palacio de principios del siglo pasado y las muchas trabas permitían únicamente la reforma del interior del apartamento, eso sí, preservando en el techo un maderamen antiguo, que en verdad, era fantástico.
      Y sucia, quizá, por la mala gestión municipal, que según nos decían sus habitantes era caótica, como suele ser propio en la política actual, donde los cargos de las grandes ciudades no son más que la catapulta a puestos de más realengo dentro del Estado. Y en ese aspecto Italia -sobre todo Italia- no es ninguna excepción.
      Pero también es una ciudad caótica, como antes se decía, devorada por el inhumano tráfico y, en esencia, la nefasta educación en la conducción. Una ciudad en la que los pasos de cebra pasan por ser adornos de las calzadas, sin que tengan otra utilidad. En ese sentido, resultaba casi cómico comprobar cómo los turistas pertenecientes a países más respetuosos en cuanto a normas de conducción se lanzaban a cruzar calles y avenidas por esas líneas blancas -totalmente respetadas en su lugar de origen- mientras los cientos de coches y las miles de motos (Italia es el país de las motos tipo scooter, no en vano inventó la famosa Vespa) los sorteaban como podían. En los pasos de cebra no daban paso ni los propios "carabineri". Podría suponer un importante ahorro de pintura si se propusiera.   
     Este viajero, sorprendido los primeros días, al final sospechó el motivo de esa lógica irrespetuosa, que no era otra que la imposibilidad de dar paso a las miríadas de turistas en grupo que pueden pasar por delante de las narices de un conductor a lo largo del día, no digamos ya un taxi o un autobús público. Sería una espera interminable. Por tanto, el ayuntamiento siguiendo esa lógica ha decidido no dotar con demasiados medios el tránsito de personas, a pesar del enorme volumen de éstas. Son pocos los semáforos para atravesar una vía o avenida y estrechas son también las aceras. Por tanto, si sumamos todo: afluencia masiva de turistas y ciudadanos, volumen de tráfico y esa falta de medios, en ocasiones, andar por Roma se convierte en toda una aventura. Incluso por sus calles más comerciales como pueden ser la vía del Corso o Condotti, de aceras demasiado estrechas para lo que estamos acostumbrados en España en este tipo de calles. Capítulo aparte merecería la convivencia de personas y tráfico en el centro histórico de calles estrechisimas o en el popular barrio del Trastevere, morada de este viajero en este viaje, donde es posible ver la típica imagen de la Vespa sorteando a turistas y propios en calles que parecen heredadas de la Roma Imperial, imagen que siempre ha visto este viajero en anuncios de reclamos turísticos o películas. Sin embargo, esas estrechas calles suelen morir en plazas generosas y totalmente peatonales, porque Roma, ciudad de enormes contrastes,  podría pasar por ser una de las ciudades europeas con las plazas más amplias y artísticas; tanto las plazas en sí, como sus suntuosas y artísticas fuentes, aspecto del que hablaremos más adelante. 
     Sumado a ese caos de tráfico y calles estrechas, habría que incluir lo que también merecería un capítulo propio: el transporte público. Roma cuenta con cuatro medios de este tipo: taxi, autobuses, metro y tranvía (por no incluir los innumerables bus turísticos, que en todo caso son medios privados). Y todos y cada de uno de ellos es en cierto modo un fracaso tanto para propios como para extraños. Los taxis son caros y los taxistas pícaros; los autobuses, impuntuales y masificados; el metro escaso y breve, dada la imposibilidad de acometer obras subterráneas por la riqueza arqueológica; y el tranvía escaso en cuanto a líneas. De esas cuatro opciones, este viajero daría el oro al tranvía, a pesar de su corto recorrido. Unido a ello, tanto el autobús y el tranvía cuentan con un argumento en su contra que nada ayuda: su gratuidad. O mejor dicho, no su gratuidad en esencia, sino la facilidad con la que propios y extraños pueden viajar sin pagar un euro. Al parecer, faltan revisores, a pesar del esfuerzo -que puede leer  o me contaron- que estaba llevando a cabo el ayuntamiento para cerrar esa sangría económica, salpicada también por múltiples corruptelas, amiguismo y un enorme absentismo. (CONTINÚA EN ROMA, LA CIUDAD ETERNA IV)

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