Nos situamos en el año 133 a.C, cuando la pequeña y brava ciudad de los arévacos, fortificada en lo alto de un cerro y rodeada por tajos y cauces de ríos -entre ellos el Duero-, sucumbe a la perfecta máquina militar de 65.000 hombres capitaneados por Publio Cornelio Escipión, el único general capaz de llevar a cabo la misión encomendada por el Senado romano. Pero no fue nada fácil, porque la primera potencia política y militar del mundo conocido comenzó a hostigar a la orgullosa ciudad veinte años antes, en el año 153 a.C, sucumbiendo siempre ante los aguerridos guerreros celtíberos, que es el nombre que utilizaba Roma para denominar a gran parte de las tribus hispanas que habitaban en nuestra piel de toro; obviamente, hacían una enorme simplificación, toda vez que la antigua Iberia estaba habitada por distintas etnias, todas ellas distintas entre sí, pero a la vez con el denominador común de proceder de territorios indoeuropeos.
Arévacos, turdetanos, carpetanos, belos, titos, vacceos, vascones, astures, lusitanos y un largo etcétera vivían y morían como podían en la piel de toro, hasta que dejaron de perder su entidad cuando la maquinaria usurpadora e invasora romana decidió que había que civilizar a toda esas mesnadas bárbaras. Y así fue.
Quienes primeramente sucumbieron -¡qué casualidad!- fueron los turdetanos, pueblo que habitaba en un territorio que coincide en buena parte con lo que es hoy el territorio andaluz; posteriormente sucumbieron con cierta facilidad los carpetanos, territorio coincidente en gran parte con lo que hoy día es Castilla- La Mancha. Pero encontraron muchos obstáculos y beligerancia los romanos en territorio arévaco y vacceo. Por contra, no sucumbieron astures o vascones, que contaban con una orografía privilegiada y que se convertía en su mejor escudo.
Lógicamente, todas estas secuencias históricas hubieron de dejar una impronta importante a la configuración de lo que pocos años más tarde fue la Hispania Romana.
Se de la particularidad, además, que gran parte de estas ciudades ibéricas desaparecieron y pocas de las actuales están construidas sobre el solar de aquellas. El ejemplo más claro está en la misma Numancia que pese a que se creyó durante un tiempo que sus ruinas se escondían en la actual Soria -e incluso Zamora-, el arqueólogo e ingeniero español Eduardo Saavedra, consiguió situar su ubicación exacta, que se encuentra a nueve kilómetros de esta ciudad castellana, en Garray, siendo el conocido arqueólogo alemán Schulten quien supo situar con mucha precisión los distintos campamentos romanos que cercaron la ciudad, así como las empalizadas, fosos y demás construcciones militares que contribuyeron decisivamente a la victoria final de los romanos.
Y hoy día, cuando han transcurrido más de dos milenios, uno intenta imaginarse el coraje, ardor y orgullo del pueblo numantino y no puede más que admirarse e, incluso, sentir tristeza ante ese verdadero elixir de libertad que mostraron, prefiriendo morir de hambre y frío o, sencillamente, acabar con sus propias vidas, antes de sucumbir ante quienes consideraban unos intrusos que nada le iban a aportar por muchas civilización, leyes y modernidad que pudieran aportarle. Esa es la grandeza de este pueblo y la que verdaderamente me subyuga. En sus meses finales, sabían que estaban sólos, que todos las ciudades próximas habían sucumbida a Roma, pero pese a todo, siguieron luchando hasta el final, conscientes de que la muerte era la mejor recompensa que les podía esperar. Lucharon como 'numantinos'.
Y todo eso lo narra Corral de manera admirable.
estas invitado a visitarla cuando quieras...
ResponderEliminarGracias Antuan, siempre me ha sobrecogido el mito 'Numancia'. Excelente caracterización, por cierto.
ResponderEliminar