Allá, donde apenas no alcanza la vista. Cerca de la vaguada que acoge generosa la torrentera de las aguas caídas durante el otoño. Por donde los caminos se bifurcan. Uno de ellos se pierde en la maleza y seguir su rastro se me antoja imposible. Pareciera que por ese sitio no ha pasado jamás un alma; ni tan siquiera un animal, deduzco. En cambio, el otro es espacioso y muestra señales de acoger en su seno el paso continuo de personas, animales e, incluso, ruedas de carros. Pero, curiosamente, no lleva tampoco a ningún sitio y a simple vista cualquier observador atento deduciría que hubiera sido mucho más práctico e inteligente haber abierto el paso por el camino que se pierde en la maleza.
Una vez superada la vaguada y los caminos, surge un pequeño promontorio que acaba en picacho en forma de cono. Allí se resguardan las aves migratorias en sus descansos, después de llevar miles de kilómetros en sus alas para buscar climas cálidos. Pero jamás se ha visto postrada en el picacho a ningún ave no migratoria, de esas que aguantan los climas tórridos a la par que los fríos. Se podría deducir que existe toda una teoría de la cortesía entre ellas.
Aquellos lugares deben de ser muy bellos para la vista, de esos en los que se pueden encontrar los materiales para construir los sueños.Pero jamás los visité.
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