Imagen del blog de josemanuelfv, cuyas excelentes fotografías tan amablemente me autorizó a utilizar. |
Hasta donde el correr te lleve. Esa es la frase que mi mente buscó, ayer por la tarde, cuando me disponía a hacer mi ruta de 10,5 kms. Y no es porque haya leído -ni creo que lea jamás- la exitosa novela de Susana Tamaro: 'Donde el corazón te lleve', sino porque hay días en los que correr se convierte en algo extraño y sinuoso. Es como si un hipotético disco duro interno perdiera de pronto su memoria y se pusiera a cero. Tal vez, una siesta demasiado extensa, una noche anterior larga por mor del buen cine y la buena lectura o el calor propio de estas fechas, que te golpea como un mazo, a pesar de que está remitiendo. Sea el motivo que fuere, lo cierto es que correr en estas condiciones adversas se convierte en un duelo titánico. Corres porque debes, no porque quieres. Las piernas pesan casi tanto como el alma, duelen las rodillas -algo que en mi casi nunca ocurre-, sientes pinchazos en los gemelos -algo que en mí sí es frecuente-, duele hasta el cuello y, probablemente, hasta las cejas. Es entonces cuando pongo el piloto automático (piloto automático: dícese cuando eres consciente de que tu cuerpo y tu mente no funcionan y dejas llevarte con voluntad nula por un mecanismo invisible) y delegas que el camino guíe tus pasos (delegar que el camino guíe tus pasos: dícese cuando consciente de que tu voluntad es nula y ya has accionado el piloto automático, dejas que el camino sea el que te lleve a su manera). Y es eso lo que hice. O eso o detenerme y dar la vuelta, porque en estos días te sientes el corredor en ciernes que fuiste y como el disco duro se ha reseteado ya ni recuerdas ni lo que has corrido ni durante cuántos años lo llevas haciendo. Y, claro, correr en estas circunstancias, donde el olvido se apodera de todo, es una tarea imposible.
Mis pasos son torpes y no alzo apenas las piernas; de hecho, voy arrastrando cualquier piedra del camino por poco protuberante que sea y comprendes que el paso de los kilómetros no va solucionando nada, mientras que el Forer, que tienes programado para que pite cuando vas por encima de los 5'40'' el mil, comienza su particular banda sonora. Te sientes un ser miserable sobre la tierra. Hasta que movido por una necesidad fisiológica -en verano siempre me detengo a orinar a los dos o tres kilómetros de iniciada la ruta porque me atiborro de isotónico para hidratarme cuando no llevo correa de hidratación-, me detuve en la mitad de la nada, con más ánimo de reflexionar que de orinar. Observo el paisaje a mi alrededor, en el que las altas alamedas y los campos de cultivo de la Vega se arremolinan en torno a las frescas y correosas acequias de trazado nazarí, y hecha mi necesidad fisiológica vuelvo al camino. Detecto, entonces, que la mente ya va rigiendo y que las piernas se van alzando. Van desapareciendo los microdolores de rodillas y gemelos y el piloto automático -que tiene un mecanismo automático, de ahí su nombre- se desconecta por su cuenta; y la tarde que es oscura porque el sol ya ha perdido casi el pulso con el ocaso, de pronto se vuelve resplandeciente. Llegan las sensaciones y con ellas la reconciliación. El Forer silencia su particular banda sonora y pareciera que ya no existieran piedras en el camino. Quedan tan sólo cuatro kilómetros de ruta, pero éstos se convierten en deliciosos. Una vez más la magia de correr se ha impuesto.