
La llegada de la primavera ya había sido anunciada con una anterioridad suficiente, pero el sábado por la tarde decidía burlonamente no facilitar la entrada de la estación más amiga de las flores.
Había "regresado" a los caminos coincidiendo con esas tardes soleadas, casi calurosas y la propuesta era correr a diario, a razón de diez a doce kilómetros, para ir aclimatando el corazón, los pulmones y los músculos a una actividad venidera más intensa.
Pero soy un corredor que busca la lluvia. O la lluvia me busca a mí.
En las semanas anteriores, algunos alumnos-as, me decían que llevaba la lluvia a su población. Estaba impartiendo unos cursos para un Ayuntamiento y siempre aparecía la lluvia de fondo. Pero hablamos de los meses de enero y febrero, que tradicionalmente están muy vinculados a este fenómeno climatológico.
Sin embargo nada hacia suponer que en el primer día de primavera la tormenta me sorprendiera en mitad de la Vega.
Retomé la actividad el jueves, con diez kilómetros en el Pantano del Cubillas, sintiéndome francamente débil, principalmente en los primeros cinco kilómetros. Continué el viernes con once kilómetros por la Vega de Pinos Puente, sintiéndome mucho mejor y elevando el ritmo. Y he continuado en la tarde del sábado por distinta ruta de esa misma Vega, que posee ya una marcada imagen primaveral, sintiéndome ya francamente mejor.
En los primeros kilómetros comenzaron a aparecer algunas gotas, las cuales se fueron incrementando en la misma medida que llegaba a mis fosas nasales el insustituible olor de tierra recién mojada. Este olor natural y el del pan recién hecho posiblemente sean aún los vestigios de la verdadera fraternidad del hombre con la naturaleza. Ambos destilan pureza a raudales.
En esas gotas ya amplias me encontraba reconfortado. La luz de la tarde había adquirido un color de acuarela y los campos de la Vega se alborozaban con el color dorado de un sol con vocación de ocaso. Todo era perfecto en esa estampa y mis piernas, corazón y pulmones parecían estimularse ante sin par decorado.
Sin embargo, un trueno alejado y unas nubes negras por encima de mi cabeza hacían presagiar una tormenta no tan idílica. Y así fue.
En pocos minutos, los caminos no supieron digerir tanta agua y en tan poco tiempo y las zonas menos apelmazadas de tierra, se fueron convirtiendo en lodo.
Cuando corro, puedo soportar la intensa lluvia; incluso el frío o la ropa mojada, pero no soporto correr con las zapatillas cargadas de barro. Las piernas se convierten en bloques y la estabilidad se hace difícil.
En la zona de las obras del AVE (habría que replantearse tanto progreso), los pies se hundían en el barro como lo harían en mantequilla y salir de esos "pozos" no era tarea fácil. Así transcurrieron un par de kilómetros, hasta que comenzó el camino más hecho y mejor apelmazado. En ese camino más sólido, los charcos asumieron a la perfección su tarea higiénica y fueron despojando poco a poco las grandes plastas de barro acumuladas en las Asics 2100 a las que apodé en su momento jocosamente "Asics Émbarras".
Los cuatro kilómetros restantes fueron agradables, lluviosos pero agradables. A esas alturas me encontraba completamente mojado y cubierto de barro, pero me mostraba feliz por haber corrido otro día más bajo el agua, asumiendo ya que es algo vocacional.